Resucitados siempre

18. junio 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

En la ciudad de Cesarea, abierta al mar y desde la cual los Romanos vigilaban y dominaban toda la Palestina en tiempos de Jesús, se realizó una escena de importancia extraordinaria para la vida de la Iglesia primitiva, y que después ha sido también una lección constante para la Iglesia de todos los tiempos. Hoy, puede que nos interese más que nunca. Contemplemos el cuadro.
Ahí está un militar, capitán de la compañía Itálica, escuchando con todos los suyos el discurso que le dirige Pedro, el pescador de Galilea. Cornelio es pagano, pero cree en el Dios de los Judíos, y ahora no pierde una palabra del predicador, que le está diciendo:
– Ese Jesús que fue colgado en una cruz, resucitó de entre los muertos, ¡y nosotros somos testigos de esto! (Hechos 10, 1-48)

Este discurso de Pedro es de lo más importante que nos narran los Hechos de los Apóstoles, porque desde aquel día se les abrieron a los paganos la puertas de la Iglesia. Se nos abrieron a nosotros, que creemos en la resurrección de Jesús y queremos ser valientes testimonios de la misma Resurrección, como Pedro y como Cornelio el soldado convertido.

Hoy se nos habla mucho de esto: ser testimonios de la resurrección de Jesús. Pero, ¿cómo? ¿es que acaso nosotros hemos visto al Resucitado? No; pero ahí está nuestra gran hazaña, como nos dice casi triunfalmente el mismo San Pedro:
– Aunque ahora os veáis a veces atribulados, vuestra fe se manifestará espléndida cuando vuelva Jesucristo. Vosotros lo amáis sin haberlo visto. Creéis en él, sin haberlo conocido. Vivís felices, con una alegría inexplicable y gloriosa. Y estáis seguros de que conseguiréis el fin de vuestra fe, es decir, vuestra propia salvación (1Pedro 1,7-9)

Da gusto analizar estas palabras.
Nos damos cuenta de que nuestra vida cristiana es esto: FE, una fe viva, brillante, sin miedos.
Una fe que se mantiene firme ante cualquier contradicción y ante las seducciones de la vida.
¿Que se nos viene encima el dolor o el fracaso más grande? Pues, nuestra fe sabe vencer.

No nos debe ocurrir lo mismo que a un muchacho, creyente estupendo hasta que se vio enfermo, sin trabajo, pobre y sin ilusiones amorosas. Acudió a un sacerdote santo y le lanzó la letanía amarga de todas sus tragedias:
– ¡Yo no creo, yo no puedo creer! ¿Cómo Jesucristo va a estar a mi lado? Si he querido ser bueno, ¿por qué me carga ahora con un peso que ni Sansón puede llevar?…
El cura santo escuchaba, escuchaba. Y al fin le dice:
– Mira, mira… ¿Ves ese camión con ochenta cajas de coca-cola? ¿Y ves a esa señora que sale de la tienda con dos botellas nada más, que asoman por su bolsa?…
El muchacho callaba, mientras se decía:
– ¿Adónde irá a parar este buen cura con el cuento de la coca-cola?…
Seguía el Padre:
– ¿A quién se han cargado las ochenta cajas, a la bolsa de la mujer o al camión?… Si Dios te echa encima ese peso, ¿es porque te considera débil o porque sabe que eres fuerte?…
El muchacho entendió. Y dicen que ahora, paralizado en su silla de ruedas, no hace más que sonreír, mientras repite con humor las palabras de San Pablo: Débil siempre, me siento más fuerte que nunca (2Corintios 12,10)

Pero esa nuestra fe se muestra más valiente todavía cuando sabe triunfar, no sobre el dolor, sino sobre los halagos de la vida:
cuando se va contra corriente, mientras los demás se lanzan detrás de placeres prohibidos;
cuando nos mantenemos firmes, mientras los otros se rinden ante deberes sagrados;
cuando miramos a la vida eterna, mientras ellos no miran más que lo presente que pasa;
cuando los vemos divertirse solamente, mientras nosotros nos empeñamos en llevar una vida seria, de renuncias y tal vez heroica…
Eso, eso es el mayor triunfo de la fe en Jesucristo. Ésa es nuestra grandeza mayor. Ése es el testimonio más creíble que damos de nuestra fe en la Resurrección de Jesucristo.  

Muchas veces, cuando hablamos de Jesucristo y de su Resurrección, venimos a decir lo mismo: que Jesucristo no es un personaje lejano e histórico, que se pierde en tiempos inmemoriales y habita en espacios inalcanzables.
Al contrario, Jesucristo, por su Resurrección, es alguien presente entre nosotros, vive con nosotros, y nosotros contamos con Él siempre a nuestro lado.
Por eso se realizan en la Iglesia tantos actos heroicos, la inmensa mayoría de los cuales permanecen ocultos y de los cuales es testigo solamente Dios. Por Jesucristo somos capaces de hacerlo todo.

Si esto es así, ¿quién gana a valientes a los cristianos de verdad?… ¿Por qué se escogería Jesucristo como primeros creyentes paganos, precisamente a unos soldados de Cesarea? ¿No pudo haber sido porque nos quería soldados suyos a todos, soldados que no se rinden en la lucha, soldados que lo defienden, soldados que dan siempre testimonio de fidelidad a la bandera?…

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