Buscaré otro mar

29. agosto 2024 | Por | Categoria: Oración

La mayor ilusión cristiana es vivir de Jesús, pensar en Él, amarlo, hacer algo por su causa, ganarle corazones, y soñar, soñar en estar con Jesús algún día en la visión de su gloria, ¡para estar siempre con el Señor!, como nos dice San Pablo.

Lo expresa maravillosamente ese canto del Pescador que resuena tantas veces en nuestras reuniones sagradas, y que acaba con una estrofa sin igual, cuando le dice a Cristo:

– Tú, pescador de otros lagos, ansia eterna de almas que esperan, amigo bueno, que así me amas…

Aquí no cantan los labios. Grita el corazón, manifestándole a Jesucristo que Él, y sólo Él, es capaz de llenar los senos insondables de nuestro corazón.

Empezamos por la imagen del pescador, y vemos a Jesucristo, venido del Cielo, que echa su red en el lago de este mundo. La multitud de peces —nosotros— que caemos felizmente prisioneros entre sus mallas, somos trasladados a otro lago, al lago insondable de Dios. Allí nos encontraremos como el pez dentro del agua. Dios y su Cristo, en el amor del Espíritu, habrán saciado para siempre nuestras ansias inmensas de amor.

Pero no pensemos todavía así en el más allá. Ya aquí, Jesucristo es el único capaz de satisfacer todos los anhelos del corazón. Cuando falta el amor de Cristo, nos sentimos vacíos, sin ilusión en la vida, sin rumbo fijo en nuestra existencia, sin una meta que alcanzar. Mientras que cuando Cristo se adueña de nosotros, no sabemos pasar sin Él. La misma muerte se convierte en el anhelo supremo, y decimos como Pablo:

– Para mí el morir me resulta una auténtica ganancia, porque me va a llevar a Cristo de una vez para siempre (Filipenses 1,21)

Este amor a Jesucristo reviste mil formas, según la idiosincrasia o modo de ser de cada persona.

Un niño ve en Jesús a su amiguito Jesús. Y lo quiere y lo ama como niño, con candor de cielo. En el catecismo preparatorio a la Primera Comunión, le pregunté a una niña de ocho años:

– ¿Le quieres mucho a Jesús?

A la pequeña se le nublaron los ojitos, se echó las manos cruzadas al pecho, y respondió emocionada:

– Lo tengo aquí dentro, ¡y le quiero tanto, tanto!…

Un joven se presenta en el seminario que llevaba fama de muy riguroso en la formación, y le pregunta el severo Director:

– Y usted, ¿ya sabe a qué viene? ¿se da a cuesta de que va a tener que renunciar a todo?

El muchacho le clava los ojos, y le responde sin pestañear:

– Sí, vengo a encontrar a Jesús.

Aquel peón del puerto llevaba una vida dura de verdad. Durante cuarenta años, día tras día cargando pesados maderos, sin una queja, siempre alegre, con ojos ilusionados. Los compañeros no lo entendían. Hasta que uno más observador se hace la reflexión:

– ¡Claro! A las cinco de la mañana ya está en la iglesia comulgando; al medio día se escapa al templo para hacer una visita al Señor; y al anochecer, antes de irse para casa, en la iglesia que se clava otra vez ante Jesucristo hasta que cierran las puertas… (Matt Talbot, el peón del puerto de Dublin)

Este encuentro personal con Cristo lo tenemos todos a nuestro alcance. Hasta que no se consigue realizar este encuentro personal entre Jesús y nosotros, la vida cristiana puede parecer problemática y hasta dura y muy exigente.

Esa vida asusta porque se la hace consistir toda en doctrina dogmática, en mortal rigurosa, en obligaciones pesadas, en amenazas de condena y en no sabemos cuántas cosas más que nos dan miedo.

Todo eso no es sino un mal enfoque de la cuestión. Aunque se trate de la vida cristiana, allí está faltando Jesucristo. Se está convirtiendo el Cristianismo en dogmas, leyes, obligaciones, culto frío…

Mientras que la vida cristiana es un recibir a Jesucristo que se nos da y un darse a Jesucristo que nos llama. Es centrar toda la vida en Jesucristo, conocido, amado, vivido. Es hacer realidad cada uno de nosotros lo que de sí confesaba el Apóstol San Pablo: Mi vivir es Cristo… Y es que ya no soy yo quien vive, sino que Cristo es quien vive en mí.

Hasta que no se llega aquí, no se entiende lo que es la vida cristiana.

Pero cuando sabemos hacernos amigos de Jesús, la vida cristiana, con sus exigencias, no entraña problema alguno. Sin el amor personal a Cristo Jesús, todo se hace difícil. Con el amor personal a Cristo el Señor, todo resulta ser lo más fácil.

Las mamás cristianas son algo especial cuando se trata de amar y de enseñar a amar a Jesús. Todos tenemos experiencia de ello. Y dichoso quien ha aprendido en las rodillas de la madre a querer mucho a Jesucristo.

El apóstol San Pablo se atrevió a escribir:

– ¡Maldito quien no ama a nuestro Señor Jesucristo! (1Corintios 16,22)

Nosotros sabemos volver al revés la maldición, para convertirla en la bendición más grande:

– ¡Dichosos los que desde niños sabemos amar a Jesucristo y tenerlo como nuestro mejor amigo! ¡Este sí que no nos va a fallar!

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