El trabajo, hostia mía

5. septiembre 2024 | Por | Categoria: Oración

Nos ha tocado a nosotros el vivir en el siglo de las grandes revoluciones sociales. La cuestión del trabajo y de los trabajadores ha afectado a grandes sectores de la sociedad. A todos los sectores, mejor dicho. Y las soluciones que ha dado el mundo son muy diversas. Desde la comunista marxista hasta la señalada por el clarividente Papa León XIII con sus encíclicas famosas.

Pero el Espíritu Santo, aparte de esa providencia suya con las enseñanzas de los Papas, ha suscitado en la Iglesia hombres llenos de Dios que han sabido dar al trabajo una mística salvadora.

Es el caso de un Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que ha dado a los miembros de su Obra el santo y seña de la santificación propia por medio del trabajo de cada día, realizado con toda perfección, como voluntad de Dios y como hostia propia ofrecida en su honor.

¿Es cierto que el trabajo puede ser llevado al Altar como hostia personal nuestra?…

Todas las religiones han tenido siempre su centro en el altar. Todas han expresado el culto a Dios con el sacrificio. Las víctimas inmoladas —normalmente animales de uso doméstico—, eran la expresión del dominio de Dios sobre todas las criaturas.

El Cristianismo no es una excepción, y todo él converge en Jesucristo que se inmola en el altar de la Cruz.

Después, resucitado, el mismo Jesucristo —que en el Cielo está como víctima glorificada— se hace presente en nuestros altares.

La Iglesia, entonces, no ofrece ni ofrecerá jamás otro sacrificio que el de Cristo, el que murió en el Calvario y el que ahora está a la derecha de Dios. Esto es el sacrificio de la Misa.

Pero, dirán algunos:

– Muy bien, ése es el sacrificio de Cristo. ¿Y el sacrificio personal mío, el que pueda ofrecer yo a Dios, dónde está?… Si Dios no acepta otro sacrificio que el de Jesús, ¿yo, qué puedo hacer?…

La pregunta es muy legítima. Y quién sabe si la respuesta a esta pregunta inquietante nos la dio, y muy acertada, aquel muchacho que trabajaba duro en el taller. El hierro era resistente, pero salía de la fragua, y del torno después, convertido en una pieza maestra, que, levantada a lo alto, le hacía exclamar al simpático obrero:

– ¡Qué hermoso es un eje bien hecho! Me parece que hay en él algo de Dios. Es un poco mi propia hostia.

¡Bien dicho! Cuando vamos a la Misa, no podemos ir con las manos vacías. Si no llevamos algo de la propia vida, algo que nos cueste, algo que signifique sacrificio, dolor, esfuerzo, lucha, deber…, asistiríamos —sólo “asistiríamos”—―al sacrificio de Cristo, pero no “participaríamos” en él.

Es decir, no tendríamos ninguna parte nuestra, porque no habríamos llevado nada nuestro para ofrecerlo a Dios. Para que sea sacrificio de Cristo y nuestro, hemos de aportar algo de la propia vida.

Cuando vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar nuestra vida entera, para ofrecerla con el vino y el pan, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en un solo sacrificio para gloria de Dios.

Allí está nuestra oración, hostia de alabanza, salida de labios limpios, nos dice la misma Biblia (Hebreos 13,15). ¡Qué sacrificio tan inocente y tan bello!…

Allí está nuestra pureza de vida, nuestros cuerpos que se ofrecen como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nos enseña San Pablo. ¡Bendita castidad la de los cristianos!… (Romanos 12,1)

Pero llevamos al altar, de modo especial, nuestro trabajo de cada día. En la Misa dominical, llevamos el de la semana entera. El trabajo que nos cansa, que nos rinde, que nos hace sudar, que nos aburre muchas veces. Ese trabajo es nuestra cruz, y es por eso también la gran aportación nuestra al sacrificio de Cristo.

Ese problema tan grave de nuestros días, la llamada cuestión social, se ha centrado siempre en la relación trabajo-capital. El capital mandaba, pues tenía todos los resortes en sus manos. Pero los obreros supieron salir por sus derechos, conculcados por los más fuertes. Se creó así una insostenible situación de injusticia y de violenta reacción. Al mantenerse firme el uno, y al verse desatendidas las legítimas reclamaciones de otros, ha venido tanta revolución, tanta guerra, tanta sangre.

Lo lamentable ha sido que en toda la cuestión social se ha tenido marginado a Dios. Los del capital, en la práctica de su religión, no ofrecían a Dios la hostia de su justicia, de su amor, de su caridad. Y los trabajadores, desdeñados, dejaron de mirarse en el Obrero de Nazaret, que nos descubrió a todos desde su taller dónde están los verdaderos valores de la vida.

El trabajo bien hecho —no el flojo y desganado del perezoso—, es una obra de Dios, al que prestamos nuestras manos para que Él siga realizando su tarea creadora.

El trabajo bien realizado por nosotros no se diferencia del de Jesús, el Carpintero de Nazaret, que decía de sí mismo:

– Yo trabajo, como trabaja siempre mi Padre (Juan 5,17)

Si nuestro trabajo es como el de Cristo, y el de Cristo como el del Padre, estemos seguros de que no podemos escoger para el altar una hostia propia nuestra, ni más agradable a Dios, como ese trabajo de cada día, hecho con la misma perfección del mismo Cristo y del mismo Dios…

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