Hombre y creyente
20. agosto 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesPor poco que conozcamos la Historia vemos en seguida que nunca como hoy se ha hablado tanto del hombre, nunca se ha conocido al hombre como lo conocemos hoy, nunca el hombre ha interesado tanto.
El hombre, mirado como persona, ha adquirido en nuestro tiempo una dimensión inmensa, antes nunca conocida.
Hoy el hombre, como tal, interesa mucho. ¡Y hay que ver con qué respeto se empieza a pronunciar esta palabra: Hombre!…
Hay en la Biblia una escena muy interesante a este propósito. Abraham vuelve victorioso de la guerra —hoy la llamaríamos una guerra tribal— que se ha desatado entre varios reyezuelos de la región. Trae consigo todo el botín y las personas rescatadas. El rey de Sodoma, agradecido, le dice:
– Dame las personas, y todo lo demás te lo quedas para ti (Génesis 14,21)
Esta expresión, las personas, es lo más interesante. ¿Qué vale toda la riqueza comparada con una persona? Nada. Una sola persona vale más que todo.
¿Quiere decir esto que, al hablar así del hombre, de la persona, hemos llegado a la meta de nuestras aspiraciones y que no nos falta todavía mucho que conseguir?
Sí, falta mucho; falta muchísimo. Y en el mundo se desarrollan todavía muchas tragedias porque no se respeta al hombre como se debe.
Pero el movimiento desatado en favor del hombre es ya imparable. No queremos al trabajador como un esclavo. No queremos desigualdad injusta respecto de la mujer. Pedimos respeto incluso para el condenado por la justicia, y queremos —pongo un ejemplo— que los penales correspondan en sus instalaciones y funcionamiento a la dignidad humana.
Por lo tanto, el optimismo debe desplazar al pesimismo de muchos. Jesucristo resucitó y es el vencedor del mal y de la muerte. ¡Todo se renueva en Él! Y debe renovarse la condición del hombre.
Nosotros miramos mucho a Dios, como lo hemos hecho siempre. Pero hacemos lo que antes no se hacía: mirar mucho también al hombre, enaltecido tanto por Dios.
Por eso, si queremos hacer algún bien al mundo, hemos de centrar nuestra mirada en el hombre, sólo en el hombre y sus derechos. El hombre, ante todo, tiene que verse libre de toda presión.
Sin libertad nunca desarrollará ni su vida, ni sus facultades, ni podrá ser feliz.
Sin libertad no conocerá el amor, y Dios, que es amor, nos ha creado por amor y nos llama al amor.
Pero el hombre sabe también que su soberanía sobre sí mismo y sobre las cosas tiene un límite, porque su libertad es un don recibido de Dios para que acepte, busque y posea a Dios voluntaria y amorosamente, ya que el hombre sólo en Dios alcanza la satisfacción de todas sus aspiraciones.
De aquí se sigue la necesidad que tiene el hombre de ser humilde.
Si rechaza por soberbia a Dios; si por orgullo no le obedece; si el hombre se hace dios de sí mismo, se queda sin Dios, no consigue el fin para el que fue creado, y se pierde para siempre.
El hombre sin Dios es un fracasado.
El hombre que es creyente es el hombre total y perfecto.
Un famoso poeta francés sintió vivamente esta dura realidad. Cae gravemente enfermo y le visita el Director de la Academia Francesa, junto con otros dos poetas de mucho nombre. El enfermo, muy deprimido, les explica:
– Estoy triste, muy triste, porque sufro corporalmente, y sufro mucho más aún espiritualmente. Y es que perdí la fe de mi infancia, y no tengo ningún asidero.
Uno de sus visitantes ilustres le dice con sencillez:
– Pues, yo creo.
El enfermo le mira dolorosamente:
– ¡Oh! ¿Usted cree?… No sabe lo dichoso que es usted (Sully Proudhomme y Copée)
Pilato, cuando mostró Jesús al pueblo y grito: Ecce Homo: ¡Aquí está el hombre!, desde luego que no medía todo el alcance de sus palabras.
Dios sí que las medía bien.
Cuando miramos a Jesucristo descubrimos al hombre en toda su grandeza. En lo que tiene de humano y en lo que tiene de divino. Jesucristo —Hombre perfecto en todos los sentidos y Dios verdadero— es el tipo insuperable de toda perfección y grandeza.
Y nosotros, hombres y mujeres, al participar también de la vida de Dios comunicaba por Jesucristo, llevamos en nosotros mismos una dignidad que supera a todos los demás seres visibles de la creación. No hay nada superior a un hombre o a una mujer.
El hombre, por el solo hecho de ser hombre, es digno de todo respeto. Y nadie tiene derecho a ser opresor ni explotador de nadie.
Pero el hombre sabe también que sólo en Dios encuentra la plenitud de su grandeza y dignidad.
¿Quién es, entonces, el hombre plenamente realizado? Sólo el hombre que, además de sentirse libre, es también un creyente, es una persona que tiene fe…
Sin la fe, se queda sólo en simple hombre, aunque ser hombre sea ya de por sí una cosa tan grande. Con la fe, el hombre es hombre y es mucho más: es una persona que encierra la vida de Dios…