Los pensionados
27. agosto 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEmpiezo por decirles que el mensaje de hoy no es mío. Me lo envía, escrito al pie de la letra, un Sacerdote bien conocido nuestro, y que, con su consejo y orientación acertados, colabora asiduamente en nuestro programa. Se los escribo, pues, tal como él lo ha mandado. Dice que lo dedica a los Jubilados. Le dejo al Padre la palabra.
Me gustaría hacer una pregunta a los lectores para ver la multitud de respuestas que recibiría. Como ustedes no me van a contestar en directo, yo mismo doy la respuesta a la pregunta que formulo. Aunque me temo que no todos van a estar acordes conmigo… Y, si llegan a convencerse en teoría, no me van a hacer caso en la práctica. Pero, nada nos cuesta intentar, ¿no es así?…
Mi pregunta es bien sencilla:
– ¿Cuál creen ustedes que es la causa principal de la muerte de muchos entre las personas mayores?…
Sin que oiga sus respuestas, las adivino todas:
– El cáncer, el derrame cerebral, el ataque al corazón…
La mayoría estará acorde con estas contestaciones. Yo, no. Y perdonen mi presunción, sobre todo porque no soy ningún Doctor, y de medicina no entiendo nada.
Una de las causas primeras de la muerte de muchos, entre las personas mayores, es la jubilación o la pensión…
¡Por favor!, que los jubilados, o pensionados no agarren piedras para tirármelas encima. Porque no les quiero ofender, sino decirles una palabra de cariño. Y además, porque si Dios no me para los pasos, no tardaré yo mucho en estar también formando en su club…
Como pueden comprender ustedes, esto no me lo puedo inventar yo, sino que tiene que ser una autoridad médica, y excepcional, quien lo afirme.
Y lo dijo, nada menos, que aquella figura señera, como fue el Doctor Don Gregorio Marañón, el cual afirmó:
– La jubilación: esa trampa con que la muerte hace su gran cosecha.
Su gran agosto, dijo él, porque, en su tierra, las grandes cosechas se recogen en ese mes bendito.
Don Gregorio demuestra su afirmación, tan categórica, con un gran rigor científico.
Nosotros no vamos a discutir con él, y vamos a aceptar sus razones, confirmadas por nuestras propias experiencias.
Digamos, ante todo, que la jubilación o la pensión, pagada por el Estado, es un gran avance social, aplaudido por todos.
Pero jubilarse, ¿significa cesar en el trabajo? No, en modo alguno.
Y aquí está la equivocación. El jubilado recibe ahora parte del sueldo de lo que él trabajó. Con una Seguridad Social bien montada, el hombre o la mujer que se han hecho mayores reciben un salario que les quita toda ansiedad, todo stress, que decimos, toda preocupación.
¡Bendita Seguridad Social!…
Pero, ¡al tanto!… Jubilarse —jubilarse pronto, sobre todo—, no significa darse a la vagancia, al dulce y aburridor no hacer nada, a levantarse por la mañana y no saber qué hacer en todo el día.
Cuando se pierden las ilusiones en la vida, porque no se tiene que hacer nada por la vida, entonces empieza la vida a declinar rápidamente hacia el sepulcro.
Vendrá entonces el aburrimiento, la neurosis, la preocupación por la misma muerte, y el desgaste lento del cuerpo, sometido a la inacción.
El mismo Doctor Marañón tiene una anécdota muy aleccionadora. El Papa Pío XII asombró a todos con aquella su actividad pasmosa, y era la admiración de todo el mundo. Cuatro años antes de su muerte, a sus setenta y ocho de edad, cayó gravemente enfermo y se levantó un clamor universal en favor de su salud. Todos pedían, incluidos tantos médicos:
– ¡Por favor, que el Papa no trabaje tanto!
Fue entonces cuando Don Gregorio dijo:
– Pero, ¿quién da al Papa ese consejo tan desacertado?
Sabía lo que se decía. El Papa se restableció, y pronto siguió con su vida de siempre: trabajando cada día más, hasta completar los ochenta y dos años y medio de una vida aprovechadísima.
Esto le ocurre a cualquier persona madura, que, con régimen moderado en el comer y beber, se da también a un trabajo que no le obliga, y, por lo mismo, tampoco le preocupa.
Esa persona pensionada tiene segura la vida con una justa jubilación, pero no pierde la ilusión de un trabajo que le mantiene siempre joven.
El que llega a los ochenta años así de sano y con ilusiones todavía de hacer algo —algo, algo, por poco que sea, según sus fuerzas— no es un anciano o un anciana de ochenta años precisamente. Es un joven de cuatro veces veinte años, que es una cosa muy diferente…
¡La jubilación, bendita jubilación! Sí, bendita.
Pero tiene en sus manos un arma peligrosa, como es el machete de la vagancia. Quitémosle con energía ese machete con el que podría cortar prematuramente nuestras vidas… Si lo conseguimos, la vida se nos alarga, se nos alarga…, y la ancianidad se pasa mucho más feliz.