El hombre, un hombre cualquiera
3. septiembre 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesVamos a hablar hoy del hombre, y empezamos a alabar a Dios como es debido, con un salmo de la Biblia que es precioso e inspirador:
– ¡Señor Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Se lo repetimos nosotros a Dios con todo el corazón: ¡Sí, Señor, tu nombre es admirable en toda la tierra, en la luna y en el sol, y en la estrella más lejana del universo!… (Salmo 8)
Pero este salmo, como extrañado, le pregunta después al mismo Dios:
– Si Tú eres tan grande, si no necesitas de nada ni de nadie, ¿a qué viene esa tu actitud con el hombre? ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder?…
Sin salir de su asombro, el salmista levanta la mirada a los ejércitos celestiales, y le dice a Dios:
– Y a este hombre lo has hecho poco menor que los ángeles, y lo has cubierto de gloria y honor.
Así habla la Palabra de Dios.
¡El hombre! ¿Cuándo nos convenceremos nosotros de que un solo hombre o una sola mujer es superior a todo el universo material creado? Como nosotros estamos con Dios, porque pensamos en cristiano, a veces puede que no nos demos cuenta de que no todos piensan como nosotros, y que, en vez de amar al hombre, destruyen al hombre, porque no lo valoran.
Por eso, al no valorarlo, no les importa nada la pérdida de una vida;
no les impresiona el crimen monstruoso de los millones de hombres muertos en ciernes por el aborto abominable;
no les importan las matanzas y los genocidios tribales de las naciones africanas;
no les preocupa el problema de la guerra y el ansia de paz en muchos pueblos;
no lamentan la condición de los hombres pobres explotados por los más fuertes.
Nada de eso les importa. Por eso, ni tan siquiera rezan por la solución de semejantes problemas, sencillamente porque el hombre no les dice nada…
Nosotros, personas de fe, pensamos muy diferente y queremos las cosas de otra manera. Nos alineamos con aquel santo Arzobispo de Italia que visita una gran fábrica en la que le enseñan toda la maravilla de su organización y funcionamiento, y comenta al final de su visita:
– ¿Qué es lo que más me ha impresionado? ¡El hombre! (Cardenal Lercaro, Arzobispo de Bolonia)
Cierto. Porque el hombre, el obrero más humilde, vale más que todo aquello producido por la técnica. Y a esto se reduce la llamada cuestión social: a que el hombre no valora al hombre, y entonces lo único que se impone es la ley del más fuerte. Los refranes populares lo han expresado de manera muy real y dolorosa a la vez:
– El pez chico se come al pez grande.
– Nunca el ratón ha podido contra el gato.
Y otros refranes por el estilo, a cuál más gráfico y a cual más cierto. El día en que los hombres nos estimemos como nos estima Dios, conforme al valor real que cada uno lleva dentro de sí mismo, ese día se acabarían los problemas sociales más grandes y hasta los familiares más pequeños.
¿Sabemos cómo mira el hombre al hombre?… Un hombre mira a otro hombre de muchos modos.
Como un factor económico: tanto vale cuanto produce.
Como una mercancía: ¿por cuánto lo contrata?
Como una máquina: es buena si gasta poco y rinde mucho.
Como un número del montón: sin nombre ni personalidad.
Como una pieza en el engranaje del Estado: así en los países que fueron o aún son comunistas.
Como elemento desechable si ya no sirve en la fábrica, en el partido, y hasta en la propia familia…
Todas estas maneras de mirar al hombre son lastimosas. ¿Por qué es así?…
Pero, ¿sabemos cómo mira Dios al hombre?…
Como un ser de valor inestimable.
Como una persona de elevada dignidad.
Como un alma inmortal que costó la sangre de Cristo.
Como un hijo suyo amado entrañablemente.
Como un candidato a la vida eterna.
Si así lo mira Dios, el hombre es algo grande. Lleva algo divino dentro. Es alguien digno de respeto…
¿Y sabemos ahora cómo nosotros miramos al hombre, a cualquier hombre, sea quien sea?… Pues, depende de los lentes que nos ponemos.
No nos ponemos lentes ahumados por el egoísmo, porque explotaríamos al hombre..
Ni tampoco lentes rayados o rotos por la envidia, porque lo odiaríamos.
Sino que usamos para mirar al hombre lentes con cristales claros, nítidos, puros…, los cristales de la fe y el amor, con que mira nuestra alma desde que los recibió en el Bautismo.
Y entonces amamos al hombre, como Jesús.
Lo valoramos, aunque esté hundido.
Lo ayudamos, si está en necesidad.
Porque en él vemos a un hijo de Dios. Vemos a Cristo, de quien es miembro vivo. Vemos a un compañero o a una amiga, con quienes un día compartiremos la misma dicha inacabable…