A vueltas con la Fe
27. octubre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeSi leemos la Carta a los Hebreos nos llamará vivamente la atención esa página del final dedicada a la fe de los patriarcas y de los grandes de Israel. Todas las maravillas realizadas por ese pueblo admirable se debieron a la fe. Viene Jesús, el Cristo esperado por Israel, y pone la fe como fundamento de todo su mensaje, de modo que encarga a los apóstoles: Id, predicad. Quien crea se salvará, quien no crea se condenará. Por lo mismo, la Iglesia de Jesús va a tener como misión primera el predicar, propagar y sostener la fe.
Cada uno de los creyentes tenemos la misma preocupación, es decir, mantenernos en la fe que hemos recibido como don primero e inapreciable de Dios. Cada uno de nosotros decimos lo de aquel valiente: Me arrancarán en vivo la piel, pero la fe no me la arrancarán. Esto está muy bien, y no dudamos de la sinceridad de quien habla así. Pero nuestra preocupación va hoy orientada en otra dirección. Vemos cómo a nuestro alrededor se va perdiendo la fe en muchos sectores de la sociedad. Nos damos cuenta de que se cae en la incredulidad e indiferencia y se abandona la práctica de la fe. Y contemplamos con dolor cómo se cambia la fe católica por otra que nos viene importada de fuera y creada por los hombres.
Ante los incrédulos, pensamos en las palabras del Apóstol: El justo vive de la fe (R1,17), palabras repetidas por la Carta a los Hebreos (11,6), y completadas con estas otras: Para acercarse a Dios es necesario creer que Él existe y que es remunerador de los que le buscan. Si no se cree en Dios ni en la vida eterna, o se permanece indiferente, ¿existen muchas esperanzas de salvación? Entonces, ¿tenemos o no tenemos razón para inquietarnos ante el abandono de la fe por parte de muchos?…
Ante los que creen, pero no practican, tenemos también nuestras inquietudes, pues la palabra del Señor permanece en pie: No todo el que me dice ¡Señor, Señor! entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el Cielo (Mateo 7,22). O la palabra severa del apóstol Santiago: La fe sin las obras es una fe muerta (2,17). Entonces, ¿tenemos o no tenemos razón para inquietarnos ante el abandono de las prácticas de la fe por parte de muchos?…
Ante los que abandonan la fe de su Bautismo, nos formulamos también nuestro interrogante. Porque el apóstol San Pablo todavía no ha retractado su palabra: Si viene alguien y os anuncia otro evangelio diferente del que os hemos predicado nosotros, que sea anatema (Gálatas 1,7-9)
Entonces, ¿tenemos o no tenemos razón para inquietarnos ante el abandono de la fe católica por parte de muchos?…
Como se ve, al pensar así nos estamos guiando por los sentimientos más nobles del corazón. Queremos nuestra salvación y la salvación de todos nuestros hermanos. Porque nosotros, como el mismo Dios, queremos que todos los hombres se salven y que lleguen al conocimiento de la verdad (1Timoteo 2,4)
Insistir en el tema de la fe no es un capricho; es una necesidad absoluta, pues con la fe ponemos en juego el problema de los problemas, como es el de la salvación. Fe viva, salvación segura. Incredulidad, indiferencia, abandono de la fe…, salvación incierta, juego muy peligroso, aventura muy seria.
Nuestra fe debiera ser como la de aquel soldado suizo de la Legión, herido en Indochina, y que durante diez años ha de sufrir nada menos que cuarenta y siete operaciones. Parecía que el quirófano era su segunda cama. Pierde poco a poco los dedos, los brazos y las piernas, hasta quedar convertido en un simple tronco. En medio de tal catástrofe, no pierde la fe, y exclama:
– Aún brilla para mí el sol… Sólo el que cree es de verdad fuerte (Alfredo Froidevaux, caso narrado por Nino Salvaneschi)
Ante la importancia de la fe, nosotros los creyentes nos afirmamos cada vez más en unos principios inmutables, y nos decimos y profesamos:
– Sí, creo en Dios. Creo que Dios existe. Creo que Dios no es un fantasma ni un cuento que nos han metido en la cabeza. Creo que es un Dios viviente, desde siempre y para siempre. Creo que Dios está sobre todas las cosas, sobre todo tiempo y lugar.
– Sí, creo en Dios. Voy hacia Dios. Me doy a Dios. Porque Dios es el único fin de mi existencia. Vengo de Dios y voy a Dios. Amo a Dios, y porque lo amo me doy del todo a Él.
– Sí, creo en Dios. Yo sé Dios me ha creado para Sí, que se me quiere dar del todo en su misma felicidad y gloria, y que yo no tendré paz ni quietud ni alegría colmada hasta que descanse en Dios. ¡Dios será el premio de mi fe!
Cuando así pensamos de Dios, así nos damos a Dios y así esperamos en Dios, —y actuamos esta fe en el amor—, entonces es cuando somos personas de fe y hacemos actos de fe que glorifican mucho a Dios.
Estamos seguros de nuestra fe, y no dudamos de ella, porque sabemos que Dios es el Fiel.
Vivimos de la fe como del aire que respiramos.
Tenemos el espíritu de fe, porque la fe mueve todas nuestras acciones.
Y estamos también dispuestos a confesar nuestra fe: con el testimonio de la propia vida, siempre coherente y conforme a nuestra fe; con nuestro celo por difundir la fe verdadera; y, si fuera preciso y llegara el caso, con nuestra misma sangre, como esos hermanos que la han derramado con tanta generosidad.
No han muerto, ni mucho menos, los héroes de la fe, y nosotros queremos ser dignos de ellos. Por lo mismo, que nos arranquen la piel si quieren. Pero que no nos quiten la fe…