El matrimonio, una vocación

15. octubre 2024 | Por | Categoria: Familia

Traigo para empezar el recuerdo de una anécdota muy sencilla, de esas que nos ocurren cada día y a las que no damos mucha importancia, pero que entrañan lecciones inolvidables. Era domingo. Estábamos en la Iglesia esperando la Misa de las diez de la mañana, cuando el Padre entró para dedicar un rato al confesonario. Al dirigirse a él, se encuentra sentado en la banca a un buen hombre, entrado ya en años, que iba vestido de negro riguroso. El Padre, igual que nosotros, lo conocía de vista porque muchos domingos venía a nuestra iglesia desde el campo. Con solicitud muy comprensible, el Sacerdote le pregunta qué había pasado para ir vestido de luto. El buen señor, lanzando un grito que nos paralizó a los circunstantes, respondió entre sollozos: ¡Se me ha muerto la mujer! Mi esposa junto con mis hijos era lo que yo más quería en este mundo. ¡Y ahora me quedo sin ella!…

Aquí estuvo todo. Como decía, un hecho al parecer sin importancia. Pero el buen hombre, que empezaba a ser viejecito, nos daba con su sencillez campesina la lección más elocuente de lo que es el amor familiar. ¿Cómo es posible llegar a esa edad y mantener un amor tan tierno a la esposa querida? ¿No era esto dar un mentís soberano a los que proclaman el amor libre como una conquista social? ¿No era dar la razón a Dios cuando nos impone, para nuestro bien y nuestra felicidad, la estabilidad del matrimonio y la perseverancia en el amor que un día juramos ante el altar?…

Al contemplar tantos matrimonios con problemas profundos, todos buscamos causas y queremos poner remedios. A mí se me ocurre preguntar ahora: ¿no será la causa principal el que no hemos mirado el matrimonio como una verdadera vocación de Dios, sino sólo como una necesidad orgánica y afectiva pasajera o una exigencia social?

La ilusión del placer puede perder mucha fuerza con el tiempo. La afectividad puede enfriarse o desviarse. Las necesidades de la vida pueden satisfacerse de otras maneras. Pero si es llamada y destino que Dios nos ha señalado para nuestro caminar, ¿no valdrá la pena que miremos algo más a Dios y examinemos las exigencias de nuestra vocación al matrimonio?
Y, viniendo de Dios este don del matrimonio, ya se ve que en Dios encontraremos las fuerzas y la gracia para llenar los fines de esa nuestra vocación.

El enemigo peor estará siempre en haberse hecho y hacerse ilusiones irreales sobre la vida del matrimonio, como si todo fueran rosas sin rozar nunca una espina. Hay que contar con las limitaciones de él o de ella para no llevarse desengaños lamentables.
Hay que saber decir sí al sacrificio. Hay que saber decir no a muchos caprichos. Hay que saber aceptarse siempre tal como somos, pues el amor no se detiene en barreras y está dispuesto a satisfacer siempre la necesidades del ser querido. Y hay que saber también perdonarse las pequeñas o grandes caídas en las fallas del amor.

Cuando así se vive cada día, paso a paso, sin desalentarse ante las pequeñas dificultades, el amor no se entibia, sino que se refuerza cada vez más. Dios está al tanto de esos dos seres que El unió en el amor y los hace perseverar hasta el fin, haciéndolos cada día más felices.

En nuestros días hemos visto elevados a los altares a esposos y esposas ejemplares de verdad. Dios los ha suscitado en la Iglesia para ejemplo nuestro, y nos miramos en ellos para estimularnos en nuestra vocación de casados. Uno, por ejemplo, el prestigioso abogado José Trovini, beatificado por el Papa Juan Pablo II durante su visita a Milán en 1998.

Desde antes de casarse miró el matrimonio como una vocación verdadera, y así escribía a su novia: Siempre he considerado el matrimonio como un medio de perfeccionamiento moral y religioso, y ahora no sé cómo dar gracias a Dios cuando te confía a mí. ¡Oh, sí, querida mía! Unido a ti yo llegaré a ser virtuoso y mucho más perfecto. Unido a ti, será mucho más intensa mi oración, cumpliré con mucha más diligencia todos mis deberes, me sentiré más fuerte en el ejercicio de la virtud cristiana, en definitiva, estaré mucho más seguro de que alcanzaré mi fin último.

Tal como se acercaba la boda se hacía más intensa la alegría, como es natural, pero también más fuerte el sentimiento de ser llamado por Dios a la vocación de un gran amor. Y así, le escribía a su prometida: ¡Qué gozo! ¡Qué felicidad! ¡Amar y ser amados! Nada hay en el mundo que se pueda comparar a esto! Nunca hubiera pensado que el amor puede hacernos tan felices!…

Esto, lo que escribía José Trovini antes de casarse. Y esto lo dicen todos los novios. Pero ya después en el matrimonio, el amor no se enfrió nunca entre aquellos dos esposos ejemplares, a pesar de la carga que suponía el atender, cuidar y formar a los diez hijos que vinieron al hogar. Ausente la esposa por una temporada, José le escribía todo enternecido: Adiós, mi esposa queridísima. Quisiera tener alas para volar hasta allí y darte un beso y un abrazo antes de entregarme al estudio, pero allí vuelo con el pensamiento, con toda mi alma, y me imagino cómo te estoy estrechando en mi seno y te digo que eres toda mía, que eres mi consuelo y mi felicidad colmada. Adiós, queridísima mía, mi alegría, mi todo…

¿Cómo este Beato José Trovini ha escalado la gloria de los Santos? Muy sencillamente, viviendo así, día a día, en medio de los problemas familiares y los afanes del trabajo, ese amor que Dios ha depositado en el corazón de todos los esposos y ha consagrado con un Sacramento.

Viene entonces el preguntarse como Agustín, ante ejemplos semejantes, el viejito campesino o el casado en los altares: Y lo que éstos y éstas han podido, ¿por qué no lo vamos a poder nosotros?…

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