¡Nuestros queridos Enfermos!

15. octubre 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

¿Saben ustedes cómo quería comenzar el mensaje de hoy?… Me figuraba que estaba delante de la cama de muchos enfermos, repitiéndoles a ellos lo que le decimos a Dios al principio de cada Misa: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Porque merecen más que nadie nuestra atención, y a estas horas aún no les hemos dirigido ni uno de nuestros mensajes en especial. Sí que los citamos y recordamos con frecuencia. Pero… deberíamos habernos entretenido con ellos con algo más de detención. Hoy lo vamos a hacer con mucho gusto.

Valdría la pena empezar haciéndole a cada uno de ellos la pregunta que le hicieron a Bernardita, la vidente de Lourdes. Estaba en la enfermería del convento sin hacer nada, tendida en la cama o recostada en el sillón, cuando recibe una visita:  
– ¿Qué está haciendo, Bernardita?
Y la enferma, con sonrisa de cielo:
– ¡Ya lo ve: cumplir mi oficio!
– Su oficio, ¿cuál?
– Pues, estar enferma…

Si un pagano o un descreído hubiesen oído semejante respuesta, no la habrían entendido, y, lo más seguro es que se hubieran desesperado aún más en su dolor. Para quienes no tienen nuestra fe, la enfermedad es desesperante. Para nosotros, cuando la miramos a través de los ojos de Jesús Crucificado, la enfermedad se convierte en una auténtica profesión cristiana, aunque no nos gusta, aunque hacemos —y debemos— hacer todo lo posible para curarnos.

Cierto que estar enfermo es la ocupación más difícil, la que menos voluntarios tiene, la más exigente, la que nos echamos de encima…, pero, también, la que lleva a tantos al Cielo, la que les hace santos de gran calidad, la que salva al mundo.

Esto son y esto hacen nuestros queridos enfermos. Porque son, ante todo, una encarnación de Jesús Crucificado. Así lo entendió un San Antonio María Claret, Arzobispo, cuando visitó a un enfermo. Entra en la habitación con el sombrero en la mano. Y el otro:
– ¡Pero, Monseñor, por favor, cúbrase!
– ¡Oh, no! Yo no me cubro delante de usted. ¡Usted me representa a Jesucristo, porque usted está enfermo!
No decía el Santo nada nuevo. Sólo sacaba la consecuencia de lo que dijo el mismo Jesús en el Evangelio:
– Estaba yo enfermo, y me vinisteis a ver… (Mateo 25,36)

Además, esta su vida de pacientes se convierte en vida de orantes.
Todo enfermo hace una de estas dos cosas: o se desespera o reza.
El que no tiene fe, se desespera y maldice.
El que tiene fe, como nuestros queridos enfermos, se acoge a la oración.
Una oración que es la salvación del mundo.
Los enfermos que se unen a Cristo en la Cruz y oran con Él, hacen  por el mundo más que todos nosotros. Son los pararrayos que detienen los castigos de la justicia de Dios ofendida.
Son los que merecen más en favor de tanto pecador a punto de perecer.
Los enfermos, unidos a Jesús Crucificado por la oración y el sufrimiento, alcanzan de Dios la gracia de la salvación para tantos que la necesitan.

Así lo ha entendido y así lo ha enseñado siempre la Iglesia. Y, sobre todo, así lo han vivido tantos y tantos enfermos, que han llegado a las cumbres más altas de la santidad cuando han sabido aceptar cristianamente el dolor.

Un caso como pueden darse pocos, es el de Liduvina. La jovencita Liduvina era una muchacha holandesa encantadora. Pero un día se siente mal. Se le declara una enfermedad rarísima, e inexplicable para aquellos tiempos, y se pasa treinta años en cama sin moverse, en medio de sufrimientos indecibles. Pero, siempre contenta. Y tenía la valentía de decir:  
– Si supiera que rezando un Avemaría, iba a recobrar la salud, ¡no la rezaría!…

Está bien que eso lo dijese Santa Liduvina. Si nosotros supiéramos que con cada Avemaría íbamos a curar un enfermo, les aseguro que nos pasaríamos el día rezando Avemarías sin parar… Bueno, está bien que gastemos un poquito de humor con nuestros queridos enfermos.

Lo que sí saben ellos, y les decimos siempre, es que les queremos mucho. Que los veneramos. Que les acompañamos. Que rezamos por ellos. Pero, sobre todo, les decimos que confiamos nosotros mucho en sus oraciones. Que cada día, aunque no los nombremos, les dedicamos de modo especial nuestro mensaje. Espero no tener que pedirles más veces perdón…

¡Queridos enfermos! No estáis solos. Estáis con Cristo, y nosotros estamos siempre también con todos vosotros…

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