Ante el padre y la madre
26. noviembre 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaSe me ocurre comenzar hoy con un caso pasado totalmente de moda…, voy a decirlo así. Todos sabemos quién era Tomás Moro: el gran Canciller y el primer hombre del gobierno cuando Enrique VIII, el rey adúltero y apóstata que separó de Roma a la Iglesia de Inglaterra. Tomás, el Canciller del Reino, que moriría por su fe católica y hoy es venerado en los altares, ejemplar esposo y padre, fue igualmente un hijo ejemplar durante toda su vida. Cuando salía de casa, se arrodillaba delante de su padre y le pedía la bendición. Si en una reunión de la cámara entraba su anciano padre, le cedía el sillón presidencial, ante las protestas del padre: ¡Hijo mío, el sillón presidencial te toca a ti, a mí no! Y sólo por la tenacidad del anciano, y ante la edificación de los más grandes del Reino, Santo Tomás Moro ocupaba el primer lugar.
Un gesto pasado de moda, ciertamente. Porque hoy no se le ocurre a nadie hacer algo semejante, como es arrodillarse delante del padre o de la madre. Sin embargo, persiste en toda su fuerza el honrarás a tu padre y a tu madre, primer mandamiento del amor al prójimo, pues no hay prójimo más cercano que esos dos seres queridos que nos dieron el ser: el padre y la madre.
¿De veras que ha pasado de moda un mandamiento semejante? No habrá valiente que lo borre de la Biblia, pero lo triste es que hoy está relegado al olvido en grandes sectores de la sociedad. La rebelión de los jóvenes ha escogido como víctimas primeras a los propios padres, que lloran impotentes ante la frialdad, la desobediencia y el abandono de los hijos. Porque muchos hijos tienen a gala el realizar su primer acto de libertad e independencia con un escaparse de manera atolondrada del dominio de sus progenitores, causando el mayor disgusto y lanzándose a la aventura… Pero no hemos de exagerar las cosas, porque también es cierto que hay todavía muchos hijos, de corazón bien bello, que aman, reverencian y atienden a sus padres como a los seres más sagrados.
La Biblia, al revés de lo que hace con los mandamientos siguientes —no matarás, no harás, no, no, no…, todo en negativo—, este mandamiento lo expresa en forma positiva: ¡honra, ama, atiende, cuida!, como si quisiera echarle encima una carga enorme de amor.
Porque, en realidad, los padres han dado amor sin tasa y sin medida alguna, y lo único que reclaman es amor por amor. Puesto que el niño y el joven necesitan hasta su pleno desarrollo un cuidado total de los padres, la naturaleza —Dios, autor de la naturaleza— ha dotado a los padres de un amor sin igual hacia los hijos. Y los padres, aunque haya pasado a los hijos la edad de los cuidados imprescindibles, seguirán sintiendo el amor y darán amor constante y sin medirse nunca.
Ante este hecho de la naturaleza, cualquiera diría que sobra ese Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios. Sin embargo, ahí está, bien claro: tributa a tus padres el amor y la honra que les debes. Las costumbres de hoy irán a veces por otros rumbos, pero tocamos terreno firme si nos apoyamos en una orden de Dios, repetida continuamente las páginas de la Biblia.
¿Y qué decir entonces de la libertad en que deben ser formados los hijos? Ya les llegará el momento oportuno. Como le llegó a Jesús. El niño judío, metido en una vida hogareña muy acentuada y casi inmutable, llegaba pronto a la madurez. A los doce años, ya era un hombrecito y la costumbre del pueblo le permitía el andar por las suyas en muchas cosas.
Según esto, Jesús, sintiendo la cercanía del Padre del Cielo, se queda en el Templo de Jerusalén sin percatarse quizá de que los papás ya han emprendido la marcha de regreso. No le importa mucho el percance, pues ya goza de mucha independencia familiar y social. Todos sabemos el resultado, cuando lo encuentran María y José: ¿No sabíais que yo estaría en la casa y en las cosas de mi Padre?
La lección de Jesús resulta inolvidable. Por una parte, les manifiesta a sus padres que ante todo está el llamamiento de Dios. Sin embargo, sabe que mientras no le llegue la mayoría de edad, debe someterse a los padres. Y así, añade tan atinadamente el Evangelio de Lucas: Regresaron a Nazaret, y Jesús les estaba sujeto, mientras se desarrollaba armónicamente, aprendía y manifestaba cada vez más gracia y simpatía delante de Dios y de los hombres (Lucas 2,40 y 52)
Jesús, un muchacho que sabe ser independiente en lo que puede y le toca.
Jesús, un muchacho que respeta y obedece a sus padres.
Jesús, un muchacho que llega a la perfección humana y moral bajo el aprendizaje de sus padres.
Dios, con una pedagogía muy suya, nos manifiesta en los padres lo que es Él, a la vez que los padres nos dicen lo que es Dios. Para saber cómo es Dios, no hay más que mirar el retrato del propio padre y el de la propia madre.
Esto habrá exigido, como es natural, que el hogar haya sido lo que debe ser y los hijos se hayan desarrollado normalmente en la compañía de sus papás.
Un padre sin problemas morales, trabajador y hogareño, y una madre toda ternura y solicitud, fijan entre los dos en la mente del niño y del joven una imagen cabal y exacta de lo que es Dios.
Y el joven, al descubrir a Dios en los padres, nunca pierde ese respeto, esa honra, esa obediencia y ese amor que nos exige tan imperiosamente el mandamiento de Dios. Al hacer eso con los padres, el joven y la muchacha —y todos cuando ya somos mayores—―tenemos conciencia de que lo hacemos con Dios.
Yo no sé lo que experimentaría en nuestros días un padre ante el cual se arrodillara el hijo para pedirle muchas veces la bendición. Hace cinco siglos lo podía hacer con admiración de todos un gran hombre inglés. Hoy, nadie pide un gesto semejante. Pero, ¿hay alguien que nos niegue lo bien que está y lo justo que es el amor a los papás que Dios nos dio?…