¿Quién no mira a Jesucristo?

17. diciembre 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

La Persona de Jesucristo ha sido, es y será siempre un imán poderoso que atraerá hacia Sí a multitud de corazones. Aunque, a la vez, muchos millones también lo rechazarán y combatirán con saña inexplicable. Cristo, como ya fue llamado desde chiquitín, es una bandera de combate: o se le ama apasionadamente o se le ataca con odio implacable (Lucas 2,34)

Para las almas selectas, conocer, amar y seguir a Jesucristo es una obsesión feliz. Por eso lo miran complacidas dondequiera que adivinan su presencia: en el fondo del propio corazón, en la persona del hermano o en una simple estampita. Y tienen así segura la vida eterna, que consiste, nos dice el Evangelio, en conocer al Padre y a Aquel a quien el Padre nos ha enviado, Jesucristo (Juan 17,3)

Muy al contrario, el olvido sistemático de Jesucristo, porque se le rehuye expresamente, es signo inquietante de perdición, como nos dice San Pablo:
– ¡Maldito quien no ama a nuestro Señor Jesucristo! (1Corintios 16,22)

La lección de hoy nos la quiere dar un niño simpático de verdad, orgullo de sus papás, delicia de sus compañeros y encanto de cuantos le veían.
Sin él saberlo, estaba herido de muerte. A sus cortos añitos, una enfermedad maligna lo tenía con un pie en el sepulcro. Dotado de excelentes cualidades para la pintura, él mismo se hizo el recordatorio de la Primera Comunión, que sería también una de las últimas que recibiría.
El cuadro del novel pintor representaba la Ultima Cena, con los apóstoles principales bien caracterizados. No era fácil distinguir a Judas, mezclado indistintamente entre los demás, y no en el último puesto, como suelen colocarlo tantos artistas, ni con la consabida bolsa del dinero agarrada fuertemente por su mano. Le hicieron notar lo que les parecía un defecto del cuadro:
– Oye, ¿y Judas, dónde está?
Y el niño, sorprendido:
– Pero, ¿no lo distinguen ustedes? ¡Con lo fácil que es! Judas es el único que no mira a Jesús.

El niño precoz supo darnos, antes de irse al Cielo, una lección inolvidable: un Judas es cualquiera que no mira a Jesús.
Quien no mira a Jesús, es porque Jesús le estorba.
Quien no mira a Jesús es porque se adentra culpablemente en la noche y no tiene luz para verlo.
Quien no mira a Jesús  es porque maquina su desaparición.
Por el contrario, quien mira a Jesús no es destrozado jamás por la culpa.
Quien mira a Jesús puede más que el veneno inoculado por la serpiente, el demonio, enemigo de Cristo.
Quien mira a Jesús triunfa siempre en la vida, porque Jesucristo, luz y fuerza, enseña a caminar con paso seguro y da vigor para no rendirse hasta llegar al fin.
Quien mira a Jesucristo, nunca se pierde, porque nadie podrá arrebatarlo de la mano de su Dios.
Jesucristo, que es el centro de los cielos ―porque todo fue creado por Él y para Él (Colosenses 1,16)—, es también el centro de las almas.

Por eso, quien no mira a Jesús ni está con Él no puede tener la salvación, mientras que la tiene segura quien siempre mira a Jesucristo, quien permanece con Él y en Él, quien vive y muere dentro de su Corazón.
Mirar a Jesucristo es el mejor colirio para tener sanos los ojos y poder ver siempre a Dios.

¿Y cómo miran a Jesucristo las almas enamoradas? Fijan en Jesucristo la vista cuando van a realizar cualquier obra, y se preguntan como ese gigante de la Iglesia, que se llamó Vicente de Paúl:
– ¿Qué haría Cristo ahora, aquí, en mi lugar?

Con una mirada tan sencilla, Vicente vino a ser una copia perfecta de Jesucristo.
Como lo es cualquiera que sigue el mismo plan en su santificación. No se complica para nada la vida. Se contenta con decirse siempre: -¿Qué haría Jesucristo ahora en mi lugar?
Con una pregunta tan simple, y obrando después en consecuencia, se escalan sin darse cuenta las mayores alturas de la santidad cristiana, a la que Dios nos tiene destinados.

San Pablo dice repetidamente en sus cartas que era un imitador de Jesucristo. Lo miraba siempre. Lo tenía como ideal y norma de acción. ¿Y hay alguien que se gloríe de llegar a donde llegó Pablo? Pues, ya  lo vemos: todo se reducía a mirar a Jesucristo y a actuar como el mismo Jesucristo actuaría (1Corintios 4,16 y 11,1)

Pero, aparte de esa mirada, que compromete toda la vida, está la mirada amorosa, la de los requiebros, la que solamente tiene el corazón, como fue siempre la de María en Nazaret, que trabajaba y tenía la mirada del corazón clavada continuamente en su Jesús. Esa mirada que sacó una vez fuera de sí a Teresa de Jesús, la cual pierde el conocimiento cuando oye cantar:
– Véante mis ojos, dulce Jesús bueno; véante mis ojos, muérame yo luego…

Igual que María, igual que Teresa, todos nosotros amamos a Jesucristo y le miramos así, con este amor y esta amistad grandes, como amigos entrañables que somos.

¿Después?… Sabemos que allá arriba no tendremos otro punto de mira para nuestros ojos ni otro imán de nuestros corazones sino ese mismo Jesús, esplendor de la gloria de Dios y Rey inmortal de los siglos…

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