María, humilde y ensalzada

20. diciembre 2021 | Por | Categoria: Maria

Un prefacio de las Misas de la Virgen alaba a Dios por haber enriquecido a María con estos privilegios, que son otros tantos brillantes en su corona inmortal:

María es la primera discípula de la nueva Ley;
María es la mujer siempre alegre en el servicio de Dios;
María es el instrumento dócil en las manos del Espíritu Santo;
María es la guardiana fiel de la Palabra;
María es la mujer dichosa por haber creído;
María es la Madre bendecida en su Hijo, más enaltecida que nadie;
María es la mujer fuerte junto a la Cruz;
María es la mujer humilde, pero la más gloriosa al ser ensalzada en el Cielo.

Si quisiéramos desentrañar ahora toda la riqueza que entrañan estos títulos, acabaríamos diciéndole a la misma Virgen: No sé con qué palabras ensalzarte, Señora, por más que te he pedido con esa antífona tan repetida: ¡Permíteme que te alabe dignamente, Virgen sagrada!…

Sin embargo, no hay para caer abrumados por las grandezas de María. Todo lo contrario. Si examinamos el conjunto de todos estos privilegios, de todas estas gracias, vemos que Dios ha querido hacer de María una Mujer muy al alcance nuestro, sencilla, y bendita precisamente por su humildad y su pobreza.

Si por algo descuella María en esos títulos es por ser muy hermana nuestra. Es la mujer imitable. Es la mujer que Dios nos pone delante para que no nos tiren hacia atrás las exigencias del Evangelio. María es la servidora que nos enseña a servir: servidora de Dios y de los hombres, para que los hombres aprendamos a ser servidores de Dios y de los hermanos.

Puestos a reducir esos puntos a los principales y que engloban a los demás, podríamos decir que María es la oyente asidua de la Palabra y la creyente fiel, y la ensalzada después por su humildad.

María, ante todo, escuchaba la Palabra.
Dios se dirigió a Ella de muchas maneras.
Le habló directamente el Angel, y María le escuchó atenta, expuso la dificultad que surgía, y le prestó su asentimiento incondicional.
Dios le hablaba a María por los acontecimientos que veía, y los meditaba de tal manera que Lucas, tan fino observador, por dos veces seguidas dice de María que guardaba todo en su corazón, después de haberle dado muchas vueltas en su mente.

Le hablaba Dios a María, como a todos nosotros, por medio de la Escritura, pues María escuchaba en la sinagoga, y más que cualquier otra mujer israelita piadosa; solamente que, con la luz que tenía del Espíritu, María entendía todo mejor que nadie.
María, finalmente, después de haber escuchado tantas cosas a Jesús, cuando ya el Señor se había subido al Cielo, los Hechos de los apóstoles nos presentan a María en medio del grupo, y en el grupo, como dicen los mismos Hechos, perseveraban todos en la escucha de la doctrina de los Apóstoles.

¿Cuál fue el resultado de esta escucha de la Palabra? Por una parte, María llegó a conocer a Jesús mejor que nadie. Aparte de que, siendo su Madre, para Ella no existían secretos en Jesús, pues a una madre no se le escapa un detalle en la vida del hijo. Por otra parte, mereció de Dios el elogio de Isabel, que, inspirada por el Espíritu, le dijo a María: ¡Dichosa tú que has creído!

Tenemos aquí a María como la gran creyente y la humilde servidora de Dios, pues, dócil al Espíritu, se entregó con decisión a cumplir la misión que el Señor le confiaba. Llevó la Palabra hasta las últimas consecuencias, que fueron para Ella muy duras, como el permanecer firme al pie de la cruz en medio de las tinieblas más densas de la fe.

Esta es nuestra Madre María. Igual que nosotros, los oyentes de la Palabra y los que le damos el asentimiento de la fe. En nuestra misma humildad —que tenemos por la gracia de Dios— está también nuestra grandeza ante el Señor.
¡Dichosos si leemos y escuchamos la Palabra!
¡Dichosos si creemos en la Palabra!
¡Dichosos si cumplimos la Palabra, haciendo caso a lo que Dios nos pide cuando nos habla!

Al tener ante los ojos a una Virgen María así —sencilla, humilde, oyente fiel, obediente y entregada—, nuestro amor a la Virgen se convierte en promesa, porque nos empeñamos en ser como Ella, nuestro modelo en la peregrinación de la fe. Sabemos que después nos queda el ser ensalzados como María, porque nuestra vida tiene el mismo final: un alcanzar la gloria a la que Dios levanta a los humildes.

La reina Santa Isabel se hallaba en la agonía. A la piadosa reina le encantaban los himnos latinos de la Virgen. Estaba entonando el María Mater Gratiae, y no pasó de estas palabras. María, la Madre de la Gracia, venía a llevarse a aquella hija querida, para presentarla ante Dios, que la hacía sentar en un trono de más valía y más estable que el que tenía en Portugal…
Es lo que hará con nosotros la Madre de la Gracia.

Dios ahora nos pide fe como la de María. Nos pide docilidad y entrega como las de María. Nos quiere humildes, como lo era María. Al final, le dirá Dios a su Madre: Te hice Madre de la Gracia. ¿Por qué no le haces a aquel tu hijo, a tu hija aquella, la gracia de traerlos aquí contigo?. Si eran como Tú en la Tierra, que lo sean también en el Cielo…

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