¿Vale algo un hombre?

28. enero 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Una vez más —y les aseguro que no va a ser la última— que reflexionamos sobre la dignidad de la persona humana. Nos seguimos preguntando cada vez con más interés: ¿vale algo un hombre? ¿vale algo una mujer?…
Y si vale mucho una persona, ¿vale la pena o no vale la pena trabajar y hacer algo por ella?
(Hago un paréntesis) Aún no hemos empezado a hablar y a escucharnos, y a estas horas ya me ha salido cinco o seis veces la palabra vale. El verbo valer a cada instante. Tratándose de la persona humana, estamos diciendo sin querer que es algo que no tiene precio. ¡Tanto vale!…

Este precio invaluable de la persona humana lo vamos a intuir en una carta que publicaba una revista. Se trata de la declaración que un sacerdote hizo después de visitar un penal de nuestras tierras. Me ha conmovido, y sus palabras nos van a motivar la reflexión de este día. Cuenta el sacerdote lo siguiente.

Entré en la cárcel, donde los presos se hacinaban por doquier. Casi todos miraban con simpatía grande al sacerdote, y cada uno me venía con su historia.
– Yo, ya lo ve, aquí me tiene por una tontería que robé.
– Yo no hice nada. Pero un compañero me echó la culpa, y fui yo a quien metieron en la cárcel.
Así se expresaban casi todos. O inocentes, o muy poco culpables. Pero algunos llevaban su sinceridad a límites extraordinarios. Como uno que decía sin miedos:
– Yo, ¿por qué voy a mentir?… Y me relató su espeluznante historia, con todos los crímenes que le sepultaron para siempre en el duro penal. Llegué a trabar con este último una verdadera amistad. Vuelto a Dios, siguió siendo la personificación de la fidelidad a la oración, a la Misa y Comunión dominical, y a un apostolado que le empujaba siempre, con gran celo y entusiasmo, a ganar a otros compañeros para ese Cristo que a él le había traído la paz.

Esto es lo que cuenta el sacerdote.
Nosotros podemos discurrir a nuestras anchas, y veremos que la gracia de Dios no tiene límites, y cómo de un criminal puede hacer un santo. No diremos nada nuevo, porque esto está en el Evangelio. Mientras muere Jesús, oye el grito de aquél:
– Señor, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino.
Y el Reino de los Cielos fue suyo aquel mismo día…

Conociendo a un hombre como éste de la cárcel, se nos va muchas veces el pensamiento al Jesús del Evangelio: al que se deja ungir los pies por la prostituta; al que defiende a la adúltera y la despide en paz; al que responde al buen ladrón prometiéndole un inmediato paraíso.
Sobre todo, a nosotros nos hace pensar mucho en aquel lema que, dicen, estaba esculpido en la piedra frontal de algunas cárceles antiguas:
– Odio al delito y amor al delincuente.
Porque el amor regenera, y de un facineroso hace un santo. Nosotros no podremos estar nunca acordes con un crimen o con un delito cualquiera. Pero tendremos la mayor comprensión para con la persona que necesita más atención y cariño que nadie.

Más que nada, un hecho como éste nos hace pensar en el respeto que merece el hombre. Cualquier hombre. Porque no sabemos hasta dónde llega o llegará un día su mérito ante la sociedad y ante el mismo Dios. Las personas cambiamos mucho. Y aunque muchas se hayan desviado, si llevan en el fondo del alma los principios de una formación humana y cristiana buenas, al fin producen frutos sorprendentes.

Entonces, ¿en qué debemos fundar las relaciones humanas?… La respuesta es clara: en el respeto a la persona.
No miramos ni tan siquiera su fe o su conducta para con Dios, que parece pudiera ser la razón suprema y última.
Miramos más bien a Dios, que a cada hombre lo ha hecho libre y responsable de sus actos.
No hemos actuado de esta manera, y la conducta personal del otro era el determinante de nuestra actitud para con él. Nos portábamos bien con el bueno, y sabíamos darle la espalda al que llamábamos malo.

Hoy, afortunadamente, valoramos al hombre de manera muy distinta, y, si hallamos en él algo injustificable, el juicio se lo dejamos a Dios… Pero nosotros lo tratamos como se merece, como persona digna de todo respeto.

Vale la pena pensar en los valores que esconde cada persona, hasta la que nos parece la menos digna de atención por sus antecedentes dolorosos. Nunca el diamante ha salido de la mina luminoso y tallado, sino sucio, basto y revuelto con tierra mugrienta… Tratándose del hombre o de la mujer, basta pulirlos con golpecitos de amor, para que resplandezca en ellos toda la hermosura de Dios.

Y, al hablar así, damos la razón suprema de la dignidad de una persona humana: la de ser o estar llamada a ser un hijo o una hija de Dios. Y con derecho a la vida eterna, ¡que no es decir poco!…

Diógenes, con la lámpara encendida en pleno día, buscaba por el mercado al menos a un hombre, y decía que no lo encontraba… Nosotros, los encontramos a montones. Parece que la fe llega más allá que la razón de un filósofo de la antigüedad…

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