La espiritualidad familiar
7. marzo 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaUn hombre de fe, católico hasta el tuétano, antes de ir al trabajo cada mañana le estampaba un beso a la esposa querida, otro a cada uno de los niños, y se dirigía al Espíritu Santo con esta plegaria:
– Espíritu divino, yo me voy, pero Tú no te ausentes de esta casa. Que al regresar al anochecer, te encuentre contento porque los míos se han portado bien, como espero portarme bien yo con tu gracia. Amén.
Yo no sé hasta dónde llega la teología en esta oración, pero sí que sé lo que semejante plegaria debía agradar a Dios; porque en aquel hogar se vivía, se palpaba, se sentía en todos los rincones de la casa el aleteo del Espíritu Santo. Allí reinaba esplendorosamente lo que hoy llamamos “La espiritualidad familiar”, es decir, un vivir conforme en todo al Espíritu de Dios.
Es natural que a todos nos gustaría tener un hogar así. Nos gustaría, y lo queremos y lo tenemos quizá, gracias a Dios. Y, si no lo tenemos, lo vamos a procurar con la ayuda del Señor, ya que por algo consagró El nuestra unión con un Sacramento y a nuestros hijos los ha santificado con el Bautismo.
Nuestra casa es una pequeña Iglesia Doméstica, y en esa Iglesia pequeña está metido el Espíritu Santo como lo está metido en la Iglesia grande, es decir, en la Iglesia Universal, que es el Templo que Dios se está construyendo para la eternidad.
¿Cuáles son los elementos de que disponemos para constituir una familia verdaderamente espiritual?… Podríamos resumirlos en sólo tres puntos, que son todo un programa de estudio, de reflexión, de oración y de acción: los esposos, los hijos, la Iglesia doméstica.
¿Cómo han de mirarse ante todo los esposos? La respuesta la tenemos al principio mismo de la Biblia, cuando nos dice: Dios los creó varón y mujer. Los creó a imagen suya, a imagen del mismo Dios.
En el varón vació el Creador lo que El tiene de creatividad, de fuerza, de dominio, de dirección. Y en la mujer se lució el mismo Creador al derramar en ella los tesoros de su bondad, delicadeza, ternura, solicitud y generosidad. En el uno metió su amor fuerte y de entrega vigorosa; en la otra, su amor comprensivo y de entrega sin límites.
Al hacerlos después como una sola persona —serán los dos una sola carne, les dijo—, en la pareja resplandece todo lo que es Dios para con nosotros: tan padre como madre y tan madre como padre. El varón y la mujer, convertidos en esposo y esposa, en padre y en madre, son los dos complementos que nos hacen ver lo que es Dios, cómo nos ama Dios y cómo Dios cuida de nosotros.
Este es el primer elemento de la espiritualidad familiar: mirar al consorte, a la pareja, como se le mira al mismo Dios, que en el compañero o la compañera se ha retratado y se da El mismo con amor indecible.
Entonces, el respeto, el cariño, la entrega mutua de los esposos no son más que un vivir en Dios el regalo del matrimonio, el don de la sexualidad y del amor fecundo.
Y aquí viene ya insinuado el segundo elemento de esa espiritualidad familiar: el don de los hijos. Pues el amor de los esposos es como el amor de Dios. Dios no pudo contener el amor inmenso que se escondía en su seno divino, y libremente, amorosamente, se desbordó en la creación del Universo.
Porque amó, salieron de su mano millones incontables de Angeles.
Porque amó, se le escaparon de sus manos divinas las estrellas innumerables que llenan los espacios.
Porque amó, creó al hombre a su imagen y semejanza.
Porque amó, mandó su Hijo al mundo para formarse de todos nosotros los elegidos su gran familia de hijos adoptivos.
Y este desbordarse de Dios en la creación se refleja en la fecundidad generosa de los esposos. El hijo es más hijo del corazón que del seno. Porque los esposos se aman, el hijo es concebido y viene a la vida, es mirado como un don de Dios y se lo forma para Dios.
De este modo, el hijo no es mirado como un estorbo, sino como el regalo que se recibe de Dios y que se le devuelve amorosamente a Dios.
San Francisco de Sales nos cuenta de manera deliciosa la tradición que se conservaba en su tierra sobre Aleth, la madre del gran San Bernardo. Cuando venía un hijo al hogar, aquella madre estupenda lo tomaba en sus brazos como primer gesto y lo ofrendaba a Jesucristo. A partir de este momento, miraba al hijito con respeto sumo, porque ya era propiedad de Jesús. Así con uno y así con otro, hasta con los siete que Dios le dio. Llegó para Aleth el día supremo. En torno a su lecho estaban todos los hijos que, siguiendo el ejemplo del hermano mayor, Bernardo, se habían consagrado a Dios. La madre levantó la mano para bendecirlos, y, con la mano en alto para trazar el signo de la cruz, expiraba aquella madre extraordinaria.
Esto nos lleva al último punto de la espiritualidad de la familia. Con Jesucristo como Cabeza de la Iglesia metido en el hogar, la familia se convierte en la Iglesia doméstica, como hoy la llamamos. Esa es la Iglesia pequeña donde se aman todos los que la forman, donde todos rezan a la par, donde se ofrenda a Dios el sacrificio del trabajo y donde se conserva la honestidad más limpia.
Así, hasta que Dios toma a todos sus miembros, a cada uno en su día, para llevarlos a su casa del Cielo, donde al final de los tiempos formaremos la Iglesia Universal para vivir en la Casa de nuestro Padre Celestial por siempre.
El Espíritu Santo, como se lo pedía aquel esposo y padre al irse al trabajo, sabe crear y mantener muy bien la espiritualidad familiar en los hogares que le dan cabida…