La primera en la Iglesia

3. febrero 2020 | Por | Categoria: Maria

La Basílica de San Pedro en el Vaticano está hecha oír aplausos clamorosos. Pero no creemos que haya resonado un aplauso bajo sus inmensas bóvedas como el que se escuchó el día 21 de Noviembre de 1964, en la clausura de la tercera sesión del Concilio.
El Papa Pablo VI, en un acto colegial con los tres mil Obispos asistentes —y con el Espíritu Santo que no aparecía visible, pero estaba moviendo todos los hilos—, llamó y proclamó a la Virgen María oficialmente ¡Madre de la Iglesia!
El aplauso fue atronador, prolongado, no quería terminar. Descansaban las manos, para seguir aplaudiendo después más fuerte…

El Papa, en realidad, no nos dijo nada nuevo, pues eso lo había pensado, creído y vivido la Iglesia desde el principio: desde que Jesús en la cruz nos la daba por Madre, igual que desde el cenáculo donde los apóstoles se reunieron en torno a María en espera de la venida del Espíritu Santo.
Pero, a partir de este gesto del Papa, lo hacemos así: oficialmente, apoyados en el Magisterio, sostenidos por nuestros Pastores, puestos por el Espíritu Santo como guardianes de la Verdad.

Al escuchar aquel aplauso tan único, podía venirnos a la memoria sin más la palabra de María, que se cumplía una vez más de manera tan clamorosa: Me llamarán dichosa todas las generaciones. ¿Cómo es posible que una muchachita judía de unos quince años, campesina de aldea, dijera estas palabras en un pueblecito de la montaña, y se hayan cumplido tan al pie de la letra a lo largo de veinte siglos?…

En una exposición celebrada en Roma a principios del siglo veinte para conmemorar el cincuentenario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, se expuso en 150 cuadros el texto del Magníficat, escrito en las lenguas oficiales de la Iglesia, las de la Biblia y las del culto en las iglesias del Oriente como del Occidente.
A los cuadros, se añadieron las corales que cantaban el Magníficat de los Maestros clásicos, desde Palestrina y Victoria hasta Bach y Haydn.

Sólo por un hecho semejante, tan claro, tan evidente, tan inexplicable, queda desmentido el silencio culpable que algunos se empeñan en crear en torno al culto de María. Me llamarán dichosa todas las generaciones, y que se cumpla al pie de la letra…
María, por ser la Madre de la Iglesia —de los fieles como de los Pastores, de todos por igual—, es la primera y el miembro más importante de la Iglesia, después de Jesucristo, la Cabeza: sobre María, sólo Jesucristo; María, por encima de todos los demás.

Pero no vemos a María opacando, ocultando o disminuyendo la gloria de sus hijos, sino todo lo contrario: María nos realza y nos dignifica a todos, pues todos somos hechura suya en la vida de la Gracia, salida del Padre, merecida por Jesucristo y dispensada por María, distribuidora de todas las gracias de Dios.
Al contemplar a María en la Iglesia como Madre, acudimos a Ella en cualquier situación, agradable o problemática.
Si nos sentimos felices, vamos a María para hacer más intensa nuestra alegría.
Cuántos novios, por ejemplo, van antes que nada ante el altar de la Virgen a ofrendarle las flores más bellas en el día más dichoso de su vida… Cuántas mamás acuden ante la imagen de María para encomendarle el bebé que con gozo inefable llevan en los brazos…

Si nos sentimos preocupados, la Virgen es nuestra primera confidente.
Cuántos enfermos, por ejemplo, tienen siempre el nombre y la invocación de María en los labios, porque buscan el lenitivo de su dolor en el Corazón de la Madre…  Cuántos cristianos, lleven encima la angustia que sea, no van ante todo a desahogarse con la Virgen, seguros de ser comprendidos. La Virgen acoge nuestra oración y la presenta ante Dios para ser despachada siempre favorablemente.

Será curioso, pero traemos a este propósito lo de aquella buena mujer, madre de un torero que iba a salir a la plaza a vérselas con el toro más bravo. La pobre mujer estaba deshecha, y no hacía más que rezar a la Virgen del Carmen, patrona clásica de los toreros. Ante tanta preocupación, se le acerca un aficionado a las corridas, y le habla con su gracioso acento andaluz:
– Señora, su hijo matará al toro, y no el toro a su hijo.
– ¿Está usted seguro? ¿Me lo dice de verdad?
–  Segurísimo, señora. No lo dude un momento.
– ¿Y por qué me lo dice usted con esta seguridad?
– Pues, porque el toro no tiene una madre que rece por él.

Gracioso cuanto queramos el razonamiento de este simpático andaluz. Pero esta es la realidad de la Iglesia con María. La Iglesia entera, y cada uno de los hijos de la Iglesia en particular, nos podemos enfrentar con muchas dificultades durante la vida. Sin embargo, por fuertes y peligrosas que sean, tenemos una Madre que intercede por nosotros.

En especial, ante el problema de la salvación. El enemigo —el Maligno, como lo llamó Jesús— es mucho peor que un toro de lidia. Pero nunca ha podido contra la fuerza que le opone la Virgen, con sonrisa de mujer y mano tan fina…

María, la primera en la Iglesia por ser la Madre de Jesús y la Madre nuestra.
María, la primera en la Iglesia por llevarse nuestras alabanzas y robarse nuestro amor.
María, la primera en la Iglesia por interceder a favor nuestro ante Jesucristo nuestro Mediador y ante el Padre. ¡Cuánto que amamos y rezamos y aplaudimos a María, la Madre de la Iglesia!…

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