La Peregrina de Fátima
10. febrero 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaHace ya bastante tiempo que apareció en Portugal un libro con este título provocativo: Fátima, jamás. ¿Cómo un sacerdote —y portugués precisamente— pudo escribir y propagar tercamente un escrito semejante? Eso es renegar de un signo que Dios nos ha mandado para conseguir la paz del mundo y la salvación de muchas almas. Cierto que una revelación privada no obliga a nadie a creerla, y cualquiera está en su derecho para no aceptarla. Pero se necesita mucha presunción para rechazarla con desdén, oponiéndose al común sentir de todos los fieles, un sentir que empieza por el Papa y prácticamente por la totalidad de los Obispos. ¿Nos equivocamos toda la Iglesia al aceptar una fórmula de devoción que nos viene del Cielo?…
Por suerte, los hechos de Octubre del año 2000 vinieron a confirmar nuestra piedad mariana ante el fenómeno de Fátima. Tengo ante mí un periódico viejo, de aquellos días, del cual tomo todas estas notas.
Hacía pocos meses que el Papa había elevado a los altares a los dos pequeños videntes Francisco y Jacinta. Por disposición del Papa también, se reveló la tercera parte del secreto famoso, propuesto por las personas más responsables del Vaticano y con carta personal del mismo Papa, el cual, como gesto de piedad, colgó en Fátima su anillo en el collar de la imagen venerada, un anillo de valor histórico inapreciable, recibido del santo Cardenal Wyzynski como en herencia con estas palabras, al iniciar Wojtyla su pontificado: Tú deberás introducir a la Iglesia en el Tercer Milenio. Ya tenía la imagen, incrustada en la corona, la bala aquella del atentado del 13 de Mayo, y desviada por la Virgen “con mano materna”…
Ahora, quiso el Papa que llegara a Roma desde Fátima la imagen original, cuan—do mil cuatrocientos Obispos venidos de todo el mundo se congregaron en torno al Papa a fin de ganar su Jubileo.
Llegada la Virgen al Vaticano, el Papa la recibió en su capilla particular, la “veló” largas horas de la noche y al día siguiente bajaba a la Basílica donde la iban a visitar filas inacabables de fieles. Todos buscaban con su mirada entre la corona de la imagen aquella bala y en el collar aquel anillo…
Por la tarde de aquel sábado, fiesta del Rosario, una vigilia extraordinariamente devota en la Plaza de San Pedro ante una multitud impresionante. Al aparecer la venerada imagen, un aplauso que no tenía ganas de acabar, un agitarse los pañuelos simulando una bandada de palomas blancas, y un derramar lágrimas los ojos de tantos que no podían con su emoción… Al anochecer, miles de antorchas se levantaban al cielo como otros tantos corazones encendidos al paso de la Virgen, que recorría los pasillos para que todos sus hijos la tuvieran casi al alcance de la mano y la colmaran de besos.
Al día siguiente, se repetirían el espectáculo, la devoción, las lágrimas, los cantos y las plegarias en aquella Misa de recuerdos imborrables.
Esto, lo que podríamos llamar el marco externo, lo llamativo, lo vistoso, lo espectacular. Pero interesaba más el mensaje que nos traía la Virgen con su silencio discreto, interpretado por el Papa y los Obispos allí reunidos, que hablaban en nombre de todos los demás Pastores de la Iglesia.
La primera parte del mensaje del Papa se redujo a un signo bello por demás. Llega la imagen de la Virgen al atrio, en lo más elevado de la Plaza ante el altar, y es colocada al pie de la Cruz. Allí está María, firme como en el Calvario. Viene detrás el Papa ⎯que, como todos sabemos, no podía con los dolores de su enfermedad⎯ y se coloca al lado de María. Era la reproducción exacta del Calvario, cuando Jesús, desde el patíbulo en que moría por la salvación del mundo, proclamaba: ¡Mujer, mira a tu hijo! ¡Juan, mira a tu madre!… En el Papa, como en nuestro hermano mayor, nos veíamos todos apretados en torno a la Madre que a todos nos encerraba en su Corazón. Y a Ella se dirigía el Papa:
“Hoy queremos confiarte el futuro que nos espera, rogándote que nos acompañes en nuestro camino. Somos hombres y mujeres de una época extraordinaria, tan apasionante como rica de contradicciones. La humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita. Puede hacer de este mundo un jardín o reducirlo a un cúmulo de escombros”.
En la segunda parte del mensaje, el Papa confía de modo especial a los que sufren: “Te encomendamos a todos los hombres, comenzando por los más débiles: a los niños que aún no han visto la luz y a los que han nacido en medio de la pobreza y el sufrimiento; a los jóvenes en busca de sentido; a las personas que no tienen trabajo y a las que padecen hambre y enfermedad”.
Casi más que una encomienda a la Virgen, estas palabras son un reclamo a nuestra conciencia, porque nos dicen dónde han de estar las preferencias de la Iglesia a lo largo del Milenio que comienza.
El mensaje acaba con una mirada cargada de esperanza, como le dice el Papa a la Virgen: “A ti, aurora de la salvación, confiamos nuestro camino en el nuevo Milenio, para que bajo tu guía todos los hombres descubran a Cristo, luz del mundo y único Salvador”.
Vemos entonces cómo María, empeñada en la causa de Cristo, se arriesga a decir victoriosamente como a los niños de Fátima: “Finalmente, mi Corazón Inmaculado triunfará”.
La Virgen de Fátima, transportada en avión, helicóptero o automóvil, ha sido la Peregrina que se ha acercado a millones de hijos suyos en todo el mundo, llevándoles mensajes de paz, de consuelo, de esperanza. Es la Virgen de la Visitación. En su Corazón lleva encerrado a Jesús, y nos lo da a cada uno como se lo dio a Isabel y a Juan, llenando de bendiciones aquella casa feliz de Zacarías.
La Virgen venida a Portugal se ha ganado muchos corazones dentro de la Iglesia. Por eso, nos preguntamos: ¿tiene algún valor ese grito desafortunado de Fátima, jamás?… Nosotros, más cuerdamente, decimos: ¡Fátima, siempre!…