Redimidos

23. marzo 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Hablando con el mismo lenguaje de la Biblia, e imaginándonos las cosas como se nos explicaban en el catecismo de niños, podríamos preguntarnos con curiosidad: ¿Qué les ocurriría a Adán y Eva cuando Dios los expulsó violentamente del paraíso, y vieron al ángel con la espada flameante en la puerta, para que no se atrevieran a entrar ya jamás allí? ¡Aquello sí que era estar perdidos para siempre!…
Sin embargo, no fue así. Adán y Eva se marcharon llorando, pero se iban diciendo los dos: ¡Calma! ¡Paciencia! Hemos cometido un disparate muy grande, pero Dios es muy bueno, y ya veremos cómo cumple su palabra y un día nos vuelve a meter aquí o nos lleva a otro sitio mejor…

Este modo de pensar y hablar no es más que la escenificación de lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (55) cuando nos habla del pecado de nuestros primeros padres: “Después de su caída, Dios alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras”.   

En estas palabras vemos claramente lo que es nuestra realidad cristiana: somos unos redimidos. En Cristo Jesús ha cumplido Dios su palabra y ha dado la redención a todo el género humano. Lo que nos falta es aceptar esa redención de Jesucristo, y, ya aceptada, perseverar en ella para entrar en un paraíso muy superior a aquel del que fueron expulsados Adán y Eva, el Paraíso del mismo Dios.

¿Qué significa para nosotros el ser los Redimidos? Esta palabra no quiere decir otra cosa sino que Jesucristo nos ha dado la libertad de todo aquello que nos esclavizaba y nos perdía.
Dios no hizo libres y nos quiere libres. ¿Cómo y de qué manera?

La primera esclavitud de que Dios nos quiere libres es de la sujeción al pecado. Esta palabra, pecado, ha pasado ya de moda. Mejor dicho, quiere pasar de moda, pero no puede hacernos cerrar los ojos a la realidad. El fenómeno de la globalización o mundialización abarca el orden espiritual lo mismo que el económico y el social. Hoy se peca en el mundo con tal extensión como no se había dado nunca antes. Los medios de que dispone el hombre para esparcir las ideas y las costumbres afectan a todos los rincones de la tierra. Un filósofo e investigador nos desafiaba con estas palabras: “He buscado en un diccionario la palabra guía “Pecado” sin hallarla. Me parece que, sin peligro a hacerme pobre, se podría prometer un premio a quien quisiese buscar la palabra “pecado” aun en obras en las cuales realmente era de esperar que figurase” (Weiss OP, D. 581)
Este fenómeno exige del cristiano la valentía para oponerse al mal con todas las energías de nuestro ser y las que Dios nos da. Si Jesucristo nos liberó del pecado, ¿porqué no ayudar al mundo a salir de él?…

La siguiente esclavitud, consecuencia natural de la anterior según San Pablo, es la esclavitud de la muerte. Jesucristo nos ha liberado hasta del miedo a la muerte, porque ya la tiene vencida en Sí mismo y nuestra resurrección está también asegurada.. Pero, ¿podemos tolerar el que haya tanta muerte injustificada en el mundo? ¿Tanta muerte de inocentes? ¿Tanta muerte en perspectiva porque no se tienen medios para vivir, por carecer de los alimentos más imprescindibles? ¿Tanta muerte por quienes no quieren que ni venga al mundo una nueva vida? ¿Tanta muerte legalizada para morir bien? (¡qué ridícula esta contradicción: matar para bien morir, como hace la eutanasia!…)
También aquí tenemos buen campo para trabajar a favor de los que mueren injustificadamente. Si no podemos hacer mucho, pero podemos hacer algo, aunque no sea más que con nuestra protesta, para ir creando conciencia del mal que amenaza a tantos hermanos nuestros que tienen pleno derecho a vivir…

Como esas esclavitudes van concatenadas, una tras otra, la peor de todas es la última, la definitiva, la irremediable, aquélla por la cual derramó Jesucristo su sangre en la cruz, es a saber: la esclavitud eterna a Satanás. Aunque hoy el mundo no crea, la Palabra de Dios es clara, determinante, irreformable. Nosotros, con el don de la fe, no dudamos, y nos esforzarnos en mantener en nuestra familia y en todos los que nos rodean esta convicción profunda del destino eterno.

Junto a esta esclavitud que arranca de la caída de Adán y Eva, está la esclavitud de la creación, sometida a tantos fallos naturales, y que son la tortura de la humanidad. ¿Por qué los hombres han de añadir a estos fracasos otros con su descuido, con su imprudencia, con su irresponsabilidad? Defender la creación es un deber que nos hemos impuesto todos los hombres de buena voluntad.

¿Y qué decir de la esclavitud de unos hombres sobre otros, como la opresión del pobre, la explotación de la mujer, la injusticia con el trabajador, y tantas otras formas de sujeción? Todas ellas están en contradicción total con la libertad que Jesucristo nos dio. Nosotros, con el precepto de la caridad, nos esforzamos en desarrollar entre los hombres la libertad que merecen todos los hijos de Dios.

¡Somos los redimidos! ¡Somos los liberados! ¡Somos la gente más independiente que se puede encontrar! Y esto no es privilegio de unos cuantos, sino de todos, porque por todos murió y resucitó Jesucristo.
Nuestra esclavitud es una sola y única. la que le rendimos a Jesucristo voluntariamente. Aquella que llenaba de orgullo a Pablo, el cual empieza sus cartas haciendo la profesión de su rendimiento incondicional al Señor: “¡Pablo, esclavo de Jesucristo!”.

Adán y Eva salieron del paraíso llorando. Ahora ríen felices, y en otro Paraíso mejor reconocen lo que en la tierra confesamos nosotros con Pablo: “Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (Romanos 5,20)
¡Bendita la libertad que Cristo nos ha dado con su Redención!…

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