Los Dolores más fecundos

23. marzo 2020 | Por | Categoria: Maria

La primera Santa norteamericana canonizada, Elisabeth Ana Seton, era protestante. Se le muere el esposo en el extranjero, y, por compromiso con unos amigos que la hospedaban, frecuenta una iglesia católica. Cae en sus manos una estampa con la clásica oración del Acordaos, y se siente conmovida. ¿Por qué no la voy a rezar?, se dice. Nunca se había dirigido a la Virgen María, pero ahora lo hace con una convicción profunda:
– “La recé, segura de que Dios no puede negar nada a su Madre, y segura también de que Ella, por su parte, no podía dejar de acoger y amar a las pobres almas por las cuales su Hijo había sufrido tanto. Mientras rezaba, sentí que yo tenía realmente una Madre”.
Elisabeth sabía lo que era ser madre, pues al enviudar se quedó sola con sus cinco niños pequeños, e intuyó bien la realidad de María en el Calvario. Comprendió cómo los hombres somos los hijos del amor y del dolor de María, y, por lo mismo, lo mucho que María nos tiene que amar.

Llamamos a la Virgen María “Reina de los mártires”, y, por cierto, que no nos equivocamos. No ha habido hijo como Jesús, ni madre como María, y podemos imaginarnos —aunque nos resultará imposible— lo que tuvo que ser el dolor de María al pie de la cruz. Estaba Ella prevenida con la profecía de  Simeón, pero no podía pensar que la espada iba a ser tan afilada ni llegar tan adentro…

De todos modos, en el plan de Dios, esto era muy providencial a favor nuestro. Si no hubiera sido por el Calvario, tanto la maternidad divina con Jesús como la maternidad espiritual de María con nosotros, hubieran sido muy fáciles y muy felices. Pero Dios quiso que María fuese la madre de más dolor, para ser también la madre de más amor.

¿Merece María que la llamemos la Asociada al Redentor, si Ella fue también redimida? Sí, y no lo podemos dudar. El Concilio lo dice con palabras precisas:

* Hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con todo el corazón y sin impedírselo pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención bajo Él y con Él, por la gracia de Dios omnipotente. María no fue empleada por Dios de un modo meramente pasivo, sino que cooperó a la salvación humana con una fe y una obediencia libres. Porque Ella, obedeciendo, se hizo causa de salvación para sí y para todo el género humano”.

Estas palabras son de lo más grande que el Magisterio de la Iglesia nos ha dicho sobre María.
Jesucristo es “el único Redentor y el único Mediador”, pero Jesús quiso asociar a María a su redención y mediación.
María se presentó delante de la Cruz de Jesús, y en acto de obediencia aceptaba el sacrificio de Jesús, se unía a él y le ofrecía a Dios los dolores terribles de su corazón de Madre. Dios entonces tomó los méritos de María junto con los de Cristo para nuestra salvación.
Llevado de su amor, ¿no entregó Dios Padre su Hijo para la salvación nuestra?
Y de la misma manera, por amor y obediencia a Dios Padre, ¿no aceptó María, como Madre, que su Hijo padeciera y muriera en la cruz para salvarnos?
Dios Padre, y María la Madre, los dos estaban acordes en el sacrificio redentor de Jesucristo.

Jesús le había prevenido a su Madre: “Aún no ha llegado mi hora”. Cuando llegó, quiso a María a su lado, para que la Mujer, la nueva Eva, la Madre de todos los vivientes en el orden de la gracia, colaborase a la salvación de los hombres, sus hijos, igual que la primera madre, Eva, estuvo asociada al primer Adán en aquel pecado que fue la ruina de todos.  

Es muy importante eso que nos ha dicho el Magisterio de la Iglesia: la cooperación libre de María.
María actuó libre y responsablemente.
María fue al Calvario impulsada por su amor de madre.
María no se rebeló contra el plan de Dios, sino que lo aceptó y asumió humilde y obediente.
María renunció allí con todo amor a los derechos de madre con su Hijo.
María repitió allí en su corazón aquel Fíat, el ¡Hágase en mí según tu voluntad! de la Anunciación.
Y fue entonces cuando María, como una respuesta de Dios a su generosidad inmensa, recibió el encargo de la Maternidad Espiritual sobre todos los hombres: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Juan, ahí tienes a tu madre”.

La obra de Eva, la loca del paraíso, quedaba rehecha de manera admirable por la humildad, obediencia y amor de María. Eva cooperaba libremente al pecado y a la ruina causada por el primer Adán. María cooperaba libremente a la salvación realizada por Jesús, el segundo Adán, que nos reconciliaba con Dios.

Nosotros, el Pueblo de Dios, siempre guiado en nuestra piedad por el Espíritu Santo, hemos sentido de un modo especial el amor a la Virgen Dolorosa. ¡Y con qué acierto que lo sabemos hacer! Tenemos en María buena Abogada ante Jesucristo el Redentor y ante el Padre, como nos lo decía el Papa Pío XI: “La Virgen Dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y, constituida Madre de los hombres, los abrazó como a hijos y los defiende con todo amor”.

María es la Madre Dolorosa, la Madre asociada a Jesucristo el Redentor.
¡Como la amamos nosotros en sus Dolores, y cómo nos ama Ella! Hijos de tanto amor y de tanto dolor, ¡cuánta confianza que nos inspira María ante el problema de la salvación!…

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