Los Santos
10. septiembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Iglesia¿Cuál es el mayor tesoro de la Iglesia? Si llamamos Madre a la Iglesia, porque es madre de verdad, la respuesta la tenemos a flor de labios: el mayor tesoro de la Iglesia son sus hijos. Como todos los papás, que no tienen mayor riqueza que los hijos que Dios les dio. Pero, entre todos los hijos de la Iglesia, ¿no hay algunos que son su especial orgullo y los que más aportan a la Familia de Dios?
La respuesta la tenemos también inmediata: los mejores hijos de la Iglesia son los Santos.
Y, al decir los Santos, todos entendemos que nos referimos a esos hermanos nuestros tan grandes que la misma Iglesia —por medio de su autoridad suprema, y con el testimonio de Dios que los acredita con el milagro—, los reconoce como tales, los declara Santos y Santas, los inscribe en el calendario, les tributa culto y los propone a nuestra imitación como ejemplos de la fe.
Esos Santos nos hacen ver lo que es capaz de hacer la Gracia cuando es correspondida, porque todos ellos fueron hombres y mujeres como nosotros, pero con una gran fidelidad a Dios.
Los ejemplos los tenemos a montones dentro de la Iglesia Católica.
Un director espiritual de Teresa de Jesús, decía de ella: – Es muy grande mujer de tejas abajo, y de tejas arriba es mucho mayor.
Cuanto más mujer, era también más santa.
Un Monseñor tuvo ocasión de observar y estudiar bien a Juan Bosco, y comentaba después: – Por más que procuro buscar al hombre, no encuentro sino al santo.
Esto, porque la perfección de su fe envolvía toda su vida ordinaria, en todo igual que la nuestra.
Francisco de Asís, a los que le decían que era un santo, les contestó con naturalidad: – La madera sobre la cual se pinta la imagen de Nuestro Señor sigue siendo madera, y la madera no puede engreírse de la imagen pintada sobre ella.
Con esto expresaba la realidad cristiana: el santo o la santa son unas personas como las demás, pero que dejan libre a la Gracia de Dios para que en ellos se modele a perfección la imagen de Jesucristo.
Y la Madre Teresa de Calcuta, respondió con aquella su inocente malicia al periodista algo atrevido que le preguntó si era una santa, como decía la fama: – La santidad no es un privilegio, sino una obligación. Usted, ¿es un santo?…
Así le enseñaba la Madre que Dios nos ha elegido a todos los cristianos para ser santos. Y sólo quienes son santos y santas responden plenamente al plan de Dios.
La Iglesia está orgullosa de estos hijos suyos más grandes, a la vez que por ellos realiza las mayores hazañas. No hay nadie que trabaje por los demás y haga tanto por el mundo como los Santos.
Lo dijo sin tapujos Napoleón, que estaba bien autorizado para expresarse así. Contemplaba la imagen de Francisco de Asís, y comentó a sus acompañantes:
– Mirad aquí un hombre que con su cordón ha influido en el mundo más que con su espada los más grandes conquistadores.
Esto nos lleva a admirar cada vez a nuestra Iglesia Católica, única institución que puede presentar al mundo esos hombres y mujeres tan grandes y que son también los mayores bienhechores de la Humanidad. Con esto no decimos que falte la santidad en otras instituciones religiosas —y no digamos ya en las Iglesias de los hermanos separados— donde Dios derrama también su gracia abundantemente en los corazones bien dispuestos. Pero nadie podrá señalar institución alguna donde florezca tanto la santidad heroica como la vemos brillar en nuestra Iglesia.
Y no vayamos a pensar que los santos fueron seres de otras épocas, y que nuestros días están ayunos de ellos o poco menos. Todo lo contrario. Hoy los santos florecen en el mundo a montones. Nos están rodeando, y no nos damos cuenta. Santos en todos los estados de vida, de todas las edades, y en medio de todas las clases sociales.
Aunque todos ellos saben llevar una vida tan normal, que nadie los descubre a no ser que tenga un ojo muy avizor. Y cuando se descubre a alguno, casi no lo tenemos en cuenta, porque él mismo se encarga de desaparecer para manifestar a ese Jesucristo a quien imita de modo tan eficaz en su vida.
Trabajadores, que no se distinguen del Jesús del taller.
Mujeres, que son iguales que María de Nazaret.
Enfermos, que se confunden con el Crucificado del Calvario.
Apóstoles, que parecen el andariego Jesús por los caminos y aldeas de Galilea.
Y niños juguetones que tienen la misma inocencia y piedad que su amiguito Jesús… Como aquel niño que oye a su madre decir a los cuatro hijos después de las oraciones de la noche:
– ¡Qué feliz sería yo si uno de vosotros llegara a ser un Santo!
Y le responde el más pequeño:
– Ya lo seré yo, mamá.
Y el niño fue después el Papa San Celestino V…
Esto pretende hacer ese mensaje periódico que cada ciertos días presentamos en nuestro programa con la figura de un Santo o una Santa grandes: hacernos ver la riqueza de la Iglesia, a la vez que nos obligan a oír el reproche de Agustín: Y lo que éstos y éstas hicieron, ¿por qué no lo puedo hacer yo?…