Llamados al amor

6. junio 2023 | Por | Categoria: Familia

Ha pasado ya el tiempo en el que se decía —y se dijo durante muchos siglos— que el fin primero del matrimonio era la procreación de los hijos, al cual se ordenaban todos los demás fines, empezando por el amor de la pareja y la satisfacción que se daban los esposos entre sí.
Hoy, nadie piensa de esta manera. El fin primario del matrimonio es el amor, como que tiene el origen en el amor de Dios, el cual es amor en el seno de su Trinidad adorable, y es amor para con nosotros, ya que nos ha creado por amor y para el amor.
Este amor increado y creador a la vez, Dios lo expresa de modo especial en el hombre y la mujer como pareja, que se darán entre sí con amor total y perpetuo, abierto a la procreación, para ser un amor fecundo como es el amor de Dios.
El instinto cristiano, iluminado por la fe, así lo entiende y así lo vive en la unión sacramental establecida por Jesucristo.

Un ejemplo preclaro nos lo ilustra mejor que mil razones.
Aquellos dos novios, Alberto y María, se amaban entrañablemente. Al casarse, hicieron un pacto que guardaron con escrupulosidad. Los dos se comprometen a pedir a Dios el morir a la vez, porque no van a saber vivir el uno sin el otro. Así pasan los años. Vienen los niños al hogar, y se forma una familia preciosa. Un día Alberto se queja:
– Me encuentro muy mal. María, yo me muero.
Era el 28 de Abril, y María, toda extrañada:
– ¡Pero si es imposible que estés mal, estando yo tan bien! Esto no puede ser.
– ¿Cómo te vas a morir tú sin morirme yo?…
Esto es encantador a más no poder.
Pero aquella tarde vino lo inesperado. A María le sobreviene una crisis en el corazón, y al día siguiente moría plácidamente rodeada de sus magníficos hijos, mientras Alejandro la lloraba inconsolable. Cuatro meses más, y el primero de Septiembre se iba también Alberto al seno de Dios, donde la esperada su adorada María.
¿Sabemos quiénes eran estos Alberto y María? Los papás de la Beata Gianna Beretta, la mujer que veneramos en los altares, porque no toleró que la salvaran a ella condenando a muerte a la niña que venía.

Pero ahora, para confirmar nuestra afirmación de que el matrimonio tiene como fin el amor, nos vamos a fijar precisamente en Gianna, a la que ya conocemos en nuestro programa (Mensaje 1194).
Amaba extraordinariamente a su novio Pietro, y antes de casarse había escrito estas palabras:
– A cada uno de nosotros nos ha señalado Dios el camino, la vocación, tanto de la vida física como de la vida de la gracia. Del seguimiento de esta vocación depende nuestra felicidad temporal y eterna. ¿Qué es la vocación? Es un don de Dios, un regalo que nos viene de Dios. Y así nos metemos por este camino: porque Dios lo quiere y como Él lo quiere.

De este modo había expresado su pensamiento sin distingos: -El amor en el matrimonio es una vocación. Y mi vocación es casarme con Pietro.
Aquí sí que viene bien aquello: de tal palo, tal astilla; de tales papás como Alberto y María, una hija como esta Gianna…

El amor de los esposos es sagrado, en donde quiera que se dé verdadero matrimonio, sea en la religión que sea y en cualquier cultura. Pero alcanza la cumbre suprema cuando ese amor lo asume Jesucristo en persona, y lo consagra con un Sacramento como signo de su propio desposorio con la Iglesia.
Entonces entendemos cómo debe ser el amor, si queremos que sea como el amor de Dios, y, concretamente, como el de Jesucristo con su Iglesia.

Es un amor total, que se da sin reservas, porque es la donación de dos personas que no ponen límites a su entrega. Se entregan el cuerpo, se entregan el alma, se entregan la afectividad, se entregan las ilusiones, se entregan todo lo que son y todo lo que tienen. Cualquier límite que se ponga a la donación mutua, echa  a perder lo más grande y más bello que tiene el amor.

Es un amor perpetuo, porque solamente la muerte lo puede romper. Aunque los esposos tienen la certeza de que ese amor que se han tenido en vida se perpetuará, sublimado, en el seno de Dios.
Mirado sobre todo bajo el prisma de la fe —en cuanto el matrimonio cristiano es el signo y la expresión del amor que se tienen Jesucristo y su Iglesia—, se entiende fácilmente cómo el matrimonio es indisoluble, y en él no cabe divorcio posible.

No miramos ya el mandato expreso de Jesucristo —que ratifica la ley impresa por Dios ya en la primera pareja: “lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre”—, sino el amor del mismo Jesucristo a la Iglesia.
Si Jesucristo ama de tal manera, de manera inconcebible, a su esposa la Iglesia, ¿cómo se deben amar los esposos cristianos? Si Jesucristo no se divorcia ni se divorciará de su esposa la Iglesia, con la cual va a quedar desposado por toda la eternidad, ¿cómo se van a poder separar los esposos cristianos? No puede romperse el signo mientras la realidad permanezca intacta.

Teniendo el amor una fuente como es Dios, un ejemplo como es Jesucristo con su Iglesia, y un fin como es el llevar al hombre y la mujer a la vida eterna por el camino del amor, ¿qué fin más grande ha podido dar Dios al matrimonio que el amor?
Cierto que el amor es exigente. Pero lo es, precisamente, por lo grande que es, ya que deja de ser amor si no es amor total e irrompible. Amarse en el matrimonio es dar testimonio de la obra más bella salida del amor creador de Dios.

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