El Dueño de nuestras calles

3. junio 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Entre las advocaciones con que la Iglesia honra a Jesucristo, modernamente ha tenido un éxito total la de Jesucristo Rey. Es el título que, desde el Año Santo de 1925, ha conquistado tanto amor y ha suscitado tanto heroísmo dentro la Iglesia. No se equivocaba el Papa Pío XI al proclamar la realeza e instituir la fiesta de Jesucristo Rey.

En la mente del Papa —y lo decía él expresamente— al celebrar a Jesucristo como Rey se querían reconocer sus derechos imprescriptibles sobre la sociedad, sobre todo el mundo, y no solamente sobre los bautizados en cuyos corazones reina por la Gracia de Dios. No. Jesucristo es Rey universal, pues dijo Él mismo:
– Se me ha dado todo el poder en el cielo y en la tierra.
Nada queda excluido del dominio de Jesucristo.

Se me ocurre ahora lo que me tocó ver en una de las capitales de nuestra Centroamérica cuando, caminando por la calle, me llamó la atención un bus urbano. En la parte posterior llevaba la imagen grande de Jesucristo, esmeradamente pintada, más o menos artística, y con esta leyenda escrita en caracteres muy gruesos: LA CALLE ES MIA.

Sonreí yo con satisfacción al ver aquel acto de fe y de amor al Señor. ¡Qué bien!, me dije para mis adentros. Dios tiene que bendecir por fuerza al bueno del conductor. Mientras otros niegan o disimulan con miedo sus creencias, este valiente confiesa sin tapujos la reciedumbre de su fibra católica.
Pero, sin dejar mi optimismo, pronto pasé a una honda reflexión, y me preguntaba con realismo:

¿Es verdad tanta belleza? ¿Es cierto que Jesucristo manda en nuestras calles?
¿Va con los ojos abiertos cuando se topa con ciertos anuncios comerciales, con carteleras de cines, con reclamos de diversión y descanso, o bien ha de cerrar con rubor esos sus dulces ojos?…
¿Sonríe a todas las parejas, bendice todos los negocios y aplaude a todos los conductores?… ¿Se atreve a comprar todos los periódicos y a hojear todas las revistas de los kioscos?…
¿Se mete con satisfacción en todas las viviendas o en todas las escuelas de niños y adolescentes?…
¿Se detiene a contemplar a tanto joven que sale de la universidad?…

Seguían acumulándose en mi cabeza pensamientos cada vez más acuciantes, y comprobaba la verdad y, al mismo tiempo, los fallos de esa leyenda tan sugestiva sobre el dominio de Jesucristo en nuestras calles.
Que Jesucristo es de derecho el amo de la calle, nadie de nosotros lo pone en duda.
Que lo sea de hecho, ya nos cuesta un poco más el aceptarlo.
Hoy se está perdiendo de tal modo el respeto a la persona de los demás, que, por una democracia mal entendida, de tal manera se adueñan muchos de nuestras calles que ya no se atiende ningún derecho de los otros. Por eso de que todos tenemos derecho a expresar nuestras ideas, lo que se hace es convertir nuestra libertad en un desorden que muchas veces es inmoralidad declarada. Cosas que antes se guardaban para lugares reservados —y allá cada uno se las arreglase con su conciencia—, ahora se exhiben impúdicamente a la vista de todos, empezando por la de los niños inocentes.

En un congreso católico de cine salió a relucir, como es natural, la calidad moral de las películas y se pedía la debida clasificación de las mismas para los diversos públicos. Pero un congresista muy autorizado, lanzó un grito:
– ¡Exijamos a las autoridades que, por favor, al menos los anuncios de las películas sean aptos para todo público!

Decía muy bien. Porque a veces el anuncio publicitario, con un simple título, dice más que la misma película. Lo leerán muchos al pasar por delante de la cartelera, y Jesús, el Dueño de la calle, a lo mejor se ausentará de más de un corazón, como consecuencia fatal de un reclamo a todas luces inmoral…
Y quien dice del cine, puede asegurarlo de otras muchas actividades civiles y sociales, en las que tiene que estar metido Jesucristo, pero de las cuales se le excluye positivamente, o al menos está arrinconado por un descuido incomprensible en personas creyentes.

Al hablar así de Jesucristo como dueño de la calle, se nos va el pensamiento a dos recorridos que Jesús hizo por las calles de Jerusalén a la corta distancia de cinco días solamente: el domingo de Ramos paseándose por ellas en triunfo, y el viernes después cargado con la cruz por la Calle de la Amargura. Dos símbolos de esa realidad de nuestros propios días.
Unos, aclamamos a Jesucristo con ardor. Lo confesamos con nuestras procesiones o simplemente con nuestra presencia ejemplar.
Otros, siguen oponiéndose a su reinado, y no lo denuestan con palabras blasfemas o tirándole piedras, sino con un proceder indigno de la Persona del Redentor.

La historia sigue y se va repitiendo cada día. Aunque haya entre nosotros algunos a quienes no interesa Jesucristo, a nosotros nos interesa más que nada y más que nadie en este mundo.
Porque con Jesucristo lo tenemos todo, y sin Jesucristo no tendríamos nada.
Nuestra fe es honda, y aquella imagen de Jesucristo en el bus, paseada por las calles sin protesta de nadie, es una prueba de nuestra sinceridad católica.
Ojalá siga siendo Jesucristo, así de sencillo y real, el dueño único de nuestros pueblos…

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