La Iglesia, Familia de Dios

1. octubre 2020 | Por | Categoria: Iglesia

¿Qué es la Iglesia?… Digamos de ella cuantas cosas queramos, porque es un misterio de riqueza inagotable. Pero todos tenemos la idea de que la Iglesia es, más que nada, la Familia de Dios. Entonces, dentro de la Iglesia no existen diferencias, porque todos somos hermanos.
Todos somos hijos de un mismo Padre.
Todos somos miembros de un mismo cuerpo.
Todos participamos de la misma vida, pues por todos corre la misma sangre, es decir, la gracia de Dios que llevamos dentro desde que el Espíritu Santo se ha derramado en nuestros corazones.
Todos somos iguales, sin superioridad alguna de unos sobre otros.

En pleno siglo diecinueve, la peste diezmaba la ciudad de París. Todas las personas de buen corazón se aprestaban a ayudar a los enfermos que atestaban los hospitales. La primera de todos, la esposa del Emperador Napoleón Tercero, la magnífica cristiana Eugenia. Acompañada de una Religiosa, Hermana de la Caridad, está al lado de un moribundo, lo limpia, lo cura, le consuela. Y el enfermo, que casi ya no ve, le dice conmovido:
– ¡Gracias, Hermana!
La Religiosa le corrige:
– No, no es una religiosa. Quien le está curando es la Emperatriz Eugenia.
La Reina le hace rápidamente un gesto:
– ¡Déjele, por favor, que me llame hermana! Es el nombre más hermoso que me puede dar.

Esta es la realidad que vivimos en la Iglesia. Somos la Familia de Dios, hijos de un mismo Padre, hermanos todos en Jesucristo, y todos animados por un mismo Espíritu.
Decirnos hermanos es darnos mutuamente el mayor título de gloria.
Para algunos, la Iglesia es una asociación, una organización, una institución… Tendrá, si queremos, esos elementos accesorios. Pero la Iglesia es, ante todo y sobre todo, la Familia y el Pueblo de Dios.

Si tomamos la Biblia, vemos cómo Dios quiso formarse una familia. Crea al hombre en el paraíso; le entrega la tierra por casa para que la pueble con numerosos hijos; eleva a Adán y Eva por la gracia a la vida divina; se pasea familiarmente con ellos por el jardín a la fresca del atardecer… En fin, los trata como hijos queridos. Hasta que el hombre comete el disparate de abandonar a Dios para darse a la serpiente astuta…

Pero Dios no ceja en su empeño. De la Humanidad caída que se ha extraviado tanto, se escoge un pueblo, a Israel, y establece con él una alianza: será pueblo escogido, propiedad de Dios, un hijo al que saca de la esclavitud de Egipto para distinguirlo de entre todas las naciones de la tierra.
Pero aquello no es más que sombra de lo que va a venir.
De una hija de Israel, elegida y preparada por Dios, nace Jesús, el hijo de Dios que se hace hombre. Jesucristo es ahora el que se pone al frente de toda la Humanidad redimida. Con su muerte, se ha conquistado una Familia, la de los hijos de Dios, congregados en una Iglesia, en su Iglesia. Desde ahora, Dios mira a los hombres en Cristo Jesús, y los ve a todos, nos mira a todos, como hijos en su Hijo, nos ama, y nos da por su Espíritu el poder llamarlo: ¡Padre nuestro!

Podemos mirar en la Iglesia mil aspectos, pues su riqueza es inmensa, ya que Dios ha volcado sobre ella todos los tesoros de su gracia. Pero si algún aspecto sobresale sobre todos es éste: el ser la Familia de Dios.
Una gran escritora, convertida al catolicismo, pensadora profunda, lo manifestaba con unas palabras muy suyas:
– ¡En casa! Me siento en mi casa… Durante los diecisiete años que han pasado desde que ingresé en la Iglesia, no ha disminuido un momento esta certeza y este sentimiento de que estaba en casa (Rosalind Murray)

Una casa en la cual Dios es el Padre amoroso; Jesucristo, el Hermano mayor tan querido; el Espíritu, el que anima a todos…
Su Providencia ha puesto también en esta su casa una Madre solícita y cariñosa a más no poder, como es María, que lo llena todo de ternura y alegría.
A todos los hijos los sienta Dios a la misma mesa, en la que les distribuye un Pan que es el Pan de Vida y el Vino más generoso, que es  —¡como quien no dice nada!—  el Cuerpo y Sangre de su mismo Hijo, dado como prenda de salvación eterna.

Los hijos nos hemos convertido entonces en unos mensajeros de paz y de alegría; en unos portadores de Dios, que llevamos con Jesucristo a todos los hombres la salvación que esperan.
Muchos miran a la Iglesia como una institución maravillosa, jerarquizada, monolítica, indestructible. Será mucho mejor que la miren como Familia y Pueblo de Dios, que abre las puertas de su casa a todos los que quieran entrar, y deben ser todos los hombres, porque todos están llamados sin que nadie quede excluido.

Una Emperatriz católica consideró un orgullo el ser llamada hermana por el enfermo apestado. Ese orgullo es de todos nosotros. Soy hermano, soy hermana de todos los hijos e hijas de Dios… Mi Familia es muy grande, como que es nada menos la incontable Familia de los hijos de Dios…

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