La Madre toda amor

1. junio 2020 | Por | Categoria: Maria

Al querer hablar hoy de la Virgen, se me ocurre un hecho seriamente histórico, ocurrido cerca de Roma hace ya casi tres siglos, y que dejó huella profunda en la misma sede del Papa. A unos quince kilómetros de la Ciudad, se hallaba un castillo en cuyos muros había un cuadro de la Virgen, con el Niño Jesús en los brazos, y sobre Ella la paloma que prefiguraba al Espíritu Santo, el Divino Amor, y por eso era llamada aquella imagen la Virgen del Divino Amor.

Por el mes de Mayo de 1740, un viandante ve cómo le sale toda una jauría de perros bravos, que se le tiran encima para destrozarlo. En su angustia, y sin poderse defender, el pobre hombre alza los ojos, ve la imagen de la Virgen en su hornacina del muro, y le grita angustiado: – ¡Virgen María, sálvame!
Entonces los perros furiosos se desbandan, huyen por los campos, le dejan en paz al caminante, y los vecinos se convierten en los testigos del milagro. Porque todos tuvieron el hecho por verdaderamente milagroso.

La hornacina done antes estaba el cuadro se convierte en una pequeña iglesia, consagrada por un cardenal que será después el Papa Clemente XIII.
En la última Guerra Mundial, cuando parecía que Roma iba a ser destruida por los ejércitos en pugna, el Papa Pío XII le lanzó el grito a la Virgen: -¡Madre del Divino Amor! A tu intercesión materna encomendamos nuestra salvación.
El caso es que Roma se salvó de la destrucción, que parecía inminente, y el Papa otorgó a la Virgen del Divino Amor el título de “Salvadora de la Urbe”.
Hoy, aquella iglesita se ha convertido en una Basílica imponente, el Santuario de la Virgen del Divino Amor, consagrado por el Papa Juan Pablo II, meta obligada de incontables devotos de la Virgen.

Un hecho así nos lleva siempre a lo mismo: María es la Madre que nos ama, que nos defiende, que nos auxilia, que nos guarda, que no permite nos perdamos.
Aquella manada de perros, en su furia salvaje, no son más que una imagen de lo que son las huestes de Satanás, empeñado en arrebatarnos la vida eterna que él perdió. Pero Dios, llevado de su Amor Divino, nos confía a los cuidados de un corazón y de unas manos del todo maternales. ¿Quién se puede entonces perder?… Entre los brazos de una madre, no se pierde ninguno.

María, llena del Espíritu Santo, el Amor Divino, es también toda amor. Jesucristo, al constituirla Madre de todos nosotros, le dio un Corazón inmenso, en el que cabemos todos los hombres como hijos, y queridos todos con amor tan personal como si la Virgen no tuviera más que un hijo o una hija solamente.
Los Santos, los teólogos, los escritores tienen siempre ante los ojos este hecho del amor particular, personalizado, de María para con sus hijos.

San Juan María Vianney lo dice con su sencillez encantadora: -El amor de todas las madres juntas, comparado con el amor que María nos profesa, es igual que un trocito de hielo comparado con una  hoguera gigantesca.
San Luis María Grignon de Montfort, con aplomo de teólogo, llega a afirmar: – Pongan, si pueden, todo el amor que todas las madres del mundo tienen a sus hijos en un mismo corazón de madre para con su hijo único. Ciertamente, que esa madre amaría mucho. Sin  embargo, es muy cierto que María ama con mucha más ternura a cada uno de sus hijos.

No son éstas unas exageraciones piadosas solamente. El amor de María a nosotros, hijos e hijas suyos, es un amor sobrenatural, en un Corazón glorificado, engolfado en la visión de Dios, y que nos conoce a cada uno en particular, tanto y más que una madre de familia a los hijos que ha traído al mundo.

El poder de Dios ha hecho del Corazón de María una capacidad de amor inmensa; ha metido esa capacidad inmensa en el pecho de una Mujer, y le ha dicho: ¡Ama a los hijos que yo te doy, y esos hijos son todos los hombres y mujeres redimidos por la Sangre de Jesucristo, Hijo mío e Hijo tuyo!…

Entonces, cada uno de nosotros nos vemos en los brazos de María como ese Niñito Jesús que estrechan los brazos de la Virgen, como lo tiene también la Virgen del Divino Amor de Roma. Nos besa, nos acaricia, nos defiende, y nosotros dormimos en los brazos de nuestra Madre el más feliz de los sueños.
Un delicado poeta (Rafael Serra Cmf), mirando esos cuadros de María que lleva el iño a dormir, ha cantado con versos muy tiernos esta solicitud de María para con nosotros:

Señora, Virgen y Madre,
con tu Niño nazareno:
que en tu cálido regazo
durmamos y despertemos.
Señora, Tú que cerraste
sus ojos, cierra los nuestros;
Tú que velaste los suyos,
vela también nuestros sueños.
Ahuyenta las desconfianzas,
dudas, afanes, desvelos,
sombras y sueños de espanto
y danos sueños de cielo.

Cántanos tu “nina nana”
acompañada de besos;
y no se mueran los ángeles
si lo ven, de envidia y celos.
Cúbrenos bien con tu manto
contra la noche y los hielos,
y tu Corazón de Madre
nos caliente con su fuego.
Señora, Virgen María,
pues por Madre te tenemos,
que en tu cálido regazo
durmamos y despertemos.

Mucha poesía, ¿verdad?… Es cierto. Pero no olvidemos que la teología se refugia en la poesía, y unos versos sencillos expresan las verdades más profundas.
Y el amor de un madre —¡y una Madre como María!— sólo la poesía lo puede bien cantar. Amor que extasía, amor que embelesa, amor que cuida, amor que defiende, amor que vela, amor que es el Amor Divino hecho amor maternal…

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