¡Padre!…

6. julio 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

“¡Nos atrevemos a decir!”… ¿Hemos pensado seriamente en estas palabras que decimos antes de rezar el Padrenuestro en la celebración de la Eucaristía? Porque, efectivamente, a no ser que el mismo Jesucristo nos hubiera puesto en los labios la palabra “Padre” para llamar así a Dios, a nadie se le hubiera ocurrido semejante osadía. Y, sin embargo, ésta, y no otra, es la verdad revelada por el mismo Dios: ¡que Dios es ni más ni menos que nuestro Padre!
Y ya que Dios quiere que le llamemos así, nosotros lo hacemos de mil amores, diciéndole con el poeta:

Padre, has de oír este decir
que se me abre en los labios como una flor.
Te llamaré Padre,
porque la palabra me sabe a más amor.

Al llamar así a Dios, nuestro pensamiento se va forzosamente a Jesús, que, cuando nos quiso enseñar cómo dirigirnos a Dios, no supo decir son sus labios otra palabra que la misma que Él pronunciaba con ternura inefable: ¡Padre! Abbá! ¡Papá!…
San Pablo nos ha conservado la palabra que Jesús dirigía a su Padre, y que nosotros podemos repetir con nuestros labios: la misma palabra, en la misma lengua aramea, con el mismo todo de voz: Abbá!, que tiene el significado cariñoso de nuestro ¡Papá!… (Romanos 8,15)

Jesús se sentía el Hijo de Dios, ¡y hay que ver con qué acentos se dirigía a su Padre! El Padre llenaba y colmaba todas las ilusiones de Jesús.
Y después Jesús, con un corazón inmenso, no consiente en ser el único, el solo Hijo de Dios. Se empeña en comunicar esa su filiación divina a los hombres, para lo cual nos incorpora, nos mete en Sí mismo, nos hace uno solo consigo, y forma con nosotros la familia inmensa de Dios. Somos hijos en el Hijo, y, porque somos con Jesús hijos de Dios, somos también los herederos de Dios.
¡Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!
¡Dios, Padre de todos los redimidos!
¡Dios, herencia eterna nuestra, porque es nuestro Padre!

El apóstol San Pablo, en un momento cumbre de su pensar, nos dice con vigor y con emoción intensa cuando escribe a los de Roma: “Habéis recibido el Espíritu que os hace hijos adoptivos y os permite clamar: Abbá! ¡Papá! Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, y coherederos con Cristo, porque si hemos padecido con él, también con él seremos glorificados” (Romanos 8,15-17)

Cuando hoy hablamos de esto, nos viene siempre a la mente el recuerdo de la gran Santa moderna, y Doctora de la Iglesia, la joven Teresa de Lisieux, caso que se ha hecho clásico y que lo contamos tantas veces. Le sorprende una compañera con el rostro encendido:
-¿Qué le pasa?
-¡Oh, nada! Es tan grande y tan bello poder llamar ¡Padre! a Dios…

Un gesto como éste es la mejor traducción del texto célebre de Juan: “Mirad qué amor tan grande nos ha demostrado el Padre. Somos llamados hijos de Dios, ¡porque lo somos de verdad” (1Juan 3,1)
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda la palabra de Jesús: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Y saca entonces la conclusión: “Hemos sido revelados a nosotros mismos, al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre” (2779 y 2783)

¡Qué observación tan formidable!
Conocemos nuestro nombre y apellidos porque siempre se nos ha llamado así, y sabemos que así constamos en el registro civil.
Conocemos el lugar donde hemos nacido.
Conocemos nuestra propia familia, padres y hermanos.
Conocíamos todo eso y conocemos muchas cosas más de nosotros mismos.
Pero no conocíamos lo principal de todo. Ha tenido que venir una revelación expresa de Dios, para decirnos:

¿Tú?… ¿Ya sabes quién eres?… Tú, Luis, ten presente que eres hijo mío. Tú, Julita, date cuenta de que eres hija mía.
Luis y Julita, ¿sabéis que sois unos hijos míos queridísimos?
¿Sabéis que por vuestras venas circula mi propia vida, porque al haceros hijos míos os comuniqué  la vida divina y eterna que yo poseo?
¿Sabéis que vuestro hermano mayor, que se llama Jesús, es el Señor de cielo y tierra, el Rey inmortal de todos los siglos?…
¿Sabéis que sois herederos de toda mi fortuna?
¿Sabéis —dicho así, bien simple— que vuestro Padre es nada menos que Dios?
¿No sabíais todo esto? Pues, ya os lo digo yo, que me revelo a mí mismo, y os revelo a vosotros lo que vosotros sois.

Aquella viejecita pobre se ponía a rezar el Padrenuestro, y no lo acababa nunca. Y le dice al Obispo, que la encuentra llorando en su visita a los enfermos: – ¡Ay, mi querido señor Obispo! Yo soy una tonta que no sé rezar. Quiero decir el Padrenuestro, y no paso nunca de la primera palabra, al pensar que Dios es mi Padre, y que lo voy a ver en el Cielo y estar siempre con Él.
El Obispo se enternece, y le contesta:
– Pídale a Dios que su Obispo sea tan tonto que no sepa rezar sino como usted, llorando al llamarle a Dios: ¡Padre! Abbá!..

Deje su comentario

Nota: MinisterioPMO.org se reserva el derecho de publicación de los comentarios según su contenido y tenor. Para más información, visite: Términos de Uso