En el proyecto de Dios

27. julio 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

¿Nos hemos dado cuenta de cuál es la primera petición del Padrenuestro? Pues, ésta: “Santificado sea tu nombre”. Así es; pero, un conocido escritor (Tihamer Toth), comenta agudamente: Con sólo ver el lugar que ocupa esta petición, tengo bastante para saber que el Padrenuestro no lo compuso un puro hombre, sino el mismo Jesucristo. Porque cualquiera de nosotros lo hubiera hecho así:
– Padre nuestro que estás en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día… Primero mi pan, que lo necesito; después, Señor, tu gloria y tu honor, porque ya lo tienes todo…
Nuestro egoísmo hubiera estado en primer lugar. Mientras que ahora es Dios, Dios, Dios ante todo y sobre todo, quien llena nuestra boca de alabanza, de cantares, de gritos de júbilo.
Por eso cantamos tantas veces con los ángeles de Belén: ¡Gloria a Dios en las alturas!…

El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo explica así: “Al pedir: Santificado sea tu Nombre, entramos en el plan de Dios, la santificación de su Nombre por nosotros y en nosotros, lo mismo que en cada nación y en cada hombre” (2858)
Dios es el Santo que está sobre toda la creación. Y al meternos en su proyecto de salvación, quiere que nosotros nos hagamos santos, inmaculados y amantes en su presencia (Efesios 1,04),  para que todos, al ver nuestras buenas obras, glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mateo 5,16).

Nadie glorifica tanto a Dios como quien se hace santo.
Los Santos y Santas que el Papa, en nombre y con la autoridad de Jesucristo, coloca en los altares, hacen conocer la gloria de Dios, que hizo en ellos maravillas, igual que en la Virgen María su Madre.

En cada uno de ellos se cumple lo que un santo y mártir hizo con Dios y pidió a Dios. San Juan Fisher se dirige al cadalso, sentenciado a muerte cuando el rey Enrique separa de Roma a la Iglesia de Inglaterra, y va diciendo en voz alta durante el trayecto las mismas palabras de Jesús en el Evangelio: “La vida eterna consiste en conocerte a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo tu enviado. Yo te he glorificado aquí en el mundo, cumpliendo la obra que me has encomendado. Ahora, pues, Padre, glorifícame tú a mí” (Juan 17,3-5)…. ¡Qué formidable este Santo inglés, y qué atrevimiento tan simpático el asumir las mismas palabras de Jesucristo para expresar todo lo que había sido su vida: la glorificación de Dios por el cumplimiento de su divina voluntad!…
Porque así glorificamos nosotros a Dios, cuando somos santos como Él es Santo. Con palabra concisa e incontestable nos lo dice San Agustín: -Es glorificado el Nombre de Dios en nosotros cuando le dejamos que nos haga santos.

Esa gloria de Dios la queremos extendida por toda la tierra. No ha de haber rincón en el mundo que no conozca a Dios, que no le honre, que no le alabe, que no le sirva, que no reconozca sus derechos.
Son admirables las nuevas cristiandades que se abren en los países de misión. ¡Hay que ver el fervor con que llevan su vida bautismal, cómo rezan, cómo cantan y como viven! Todas hacen como aquellas primeras comunidades del Paraguay, de las que nos cuenta un historiador:
– Todos los días, nada más ha anochecido, se empiezan a oír por todas partes alabanzas a Dios; porque unos cantan la doctrina, otros entonan los cantares religiosos, otros hacen resonar todas las cosas devotas que les enseñamos. A la mañana, aún no se comienza a tocar la campana de las Avemarías, cuando ya de todas partes se oyen oraciones y alabanzas a Dios.

Esto es lo que necesita nuestro mundo moderno. “La primera necesidad del mundo es conocer a Dios. Si no lo conoce, todo el resto no funciona bien de ninguna manera” (Cardenal Ratzinger, 26-X-2001). En vez de ufanarse tanto de la técnica avanzadísima de que disfruta, hasta meterse en el dominio de la misma vida, lo mejor que puede hacer es aprovechar todas sus conquistas para reconocer a Dios y glorificarlo al someterse al cumplimiento de su voluntad. Entonces sí que Dios será santificado en el mundo.

Con algo más de fe, así lo reconoció el hombre con los primeros avances modernos. Por ejemplo, el caso célebre. Al mandarse el primer cable trasatlántico desde Europa a América, el Morse transmitió una sola palabra desde Francia: “Fraternidad”.
Se esperaba con ansia la respuesta, y llegó de Nueva York un mensaje lleno de fe, que después se ha repetido tantas veces: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Año 1897)

El sentido cristiano ha expresado siempre este anhelo de la gloria de Dios con esas aspiraciones y esos cantos que no se nos caen de los labios:
– ¡Alabado sea Dios!… ¡Bendito, bendito, bendito sea Dios! Los ángeles cantan y alaban a Dios…. ¡Bendito, y alabado, y amado seas, Dios mío, en la tierra como en el Cielo!
La lista se haría interminable, porque nuestro pueblo hace derroches de ingenio para glorificar a Dios.

Todas esas expresiones dicen que Dios es laudable, digno de toda alabanza.
Que es santo, y nosotros lo queremos santificar en nuestra vida dejándole hacer que nos haga santos.
Que debe ser conocido, sobre todo allí donde todavía no se tiene noción del Dios verdadero.
De este modo, nuestro pan, nuestra salud, nuestro bienestar, no ocupan el primer puesto en nuestras aspiraciones; sino Dios, Dios siempre y en todo, el Dios que llena cielo y tierra…, el Dios que llena, desde luego, nuestro propio corazón.

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