Sólo por ser hombre

15. julio 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

A cualquiera que lee el Evangelio le llama poderosamente la atención cómo Jesucristo trata a todas las personas por igual: a todas con el mismo amor, con el mismo respeto, sin hacer nunca una distinción odiosa entre ricos y pobres, entre grandes y pequeños.
Más todavía, si alguna preferencia tiene es precisamente con los más humildes y los desechados por la sociedad.

Incluso, Jesús mismo ha optado por ser pobre, cuando en la providencia de Dios podía haber escogido ser grande y distinguido. Y, si ha sido el más grande entre los hombres, su grandeza no se ha basado en el dinero o en el poder, sino en las cualidades humanas y divinas que le han hecho sobresalir tan por encima de todos los demás.
Jesucristo fue así el gran valorizador del hombre, de la persona humana. Ante sus ojos no había más grandeza que la de ser un hombre y un hijo de Dios.

Este ejemplo de Jesucristo y este juicio sobre el hombre serán perennes en la Iglesia y en el mundo.
Pero hoy han cobrado una relevancia mucho mayor. Porque están respondiendo a una exigencia de nuestros días, cuando en la mente de todos está muy metida la idea de la fundamental igualdad que existe entre todas las personas.

No podemos negar que durante muchos tiempos ha sido la posesión de bienes materiales y o los títulos de dignidades la causa determinante del mayor o menor respeto que se le tenía a una persona. Todos debían inclinarse ante el rico y ante quien ostentaba un cargo de altura. El pobre y el plebeyo quedaban muy relegados en la sociedad.

Esto lo expresó con feroz humor aquella coplilla, ya muy vieja, que igual nos hacía reír lo mismo que nos podía enfurecer, y que cantaba así:

Cuando tenía dinero
me llamaban Don Tomás;
ahora que no lo tengo
me llaman Tomás no más.

Nos reímos, pero más bien nos deberíamos rebelar.
¿De modo que se me respeta, sólo porque tengo buena reserva en el banco?
¿Se me deja de respetar, sólo porque soy un simple obrero?
¿Vuela mi nombre por las alturas, porque siempre llevo delante un rimbombante Don o un ampuloso Excelentísimo?…
¿Corre mi nombre por el suelo, mi nombre a secas, porque a lo mejor soy un ser defectuoso, sin relieve alguno, y, como suele decirse, porque no he tenido suerte en la vida?…

Otro versificador popular respondió a esa copla en cuestión con estos otros versos, llenos de digno desprecio:

Si me llamas Don Tomás
sólo por tener dinero,
quédate el Don y el dinero
y dime a secas Tomás,
pues vale mi nombre más
que ese tu hablar zalamero.

El respeto que se merece una persona tiene fundamentos más sólidos y valederos que el dinero fugaz, el título universitario o el papel en la política.
Ciertamente que respetamos la autoridad en los superiores, la virtud en los santos, la ciencia en los sabios, la tenacidad en los hombres de negocio, y el valor de los tipos de carácter.

Pero no podemos olvidar que el hombre, todo hombre, cualquier persona, sea quien sea, hasta la de menos suerte en la vida, merece todo nuestro respeto y veneración por el solo hecho de ser una persona, una imagen del Creador, un semejante mío, y un ser con destino eterno en el seno de Dios.
No podemos infravalorar un cuadro del Artista más genial. Y el Autor del hombre más humilde y más pobre es Dios.
No podemos menospreciar a quien recibió en su frente el beso de Dios. Y Dios le dio su beso al pobrecito que está tumbado en la acera o vive bajo el puente.
No podemos echar a la basura una joya que será engastada en la corona de Jesucristo, el Rey inmortal, y todo hombre o mujer que nos rodea es un candidato de la Gloria.

Se nos presenta la cuestión de esas personas que se han envilecido a sí mismas lanzándose por derroteros muy torcidos en la vida. ¿Esas personas también merecen nuestra aceptación? Puede costar el aceptarlas, pero se lo merecen igual. Y lo que se merecen ciertamente es el cuidado y la solicitud de todos por ayudarles a salir de su situación tan penosa. Ahí se impone la caridad junto con el mayor respeto.

En una reunión de mucho compromiso, y en un país de grandes desigualdades sociales, un orador de renombre acabó aquel día su conferencia con estas palabras que impactaron al auditorio, y que ahora todos hacemos nuestras:
– ¡Hombre o mujer, quienquiera que tú seas, cuánto respeto mereces, cuánto respeto te quiero tributar yo!…

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