La dignidad del trabajo
29. julio 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesSi nos ponemos a escoger las palabras que más gastan nuestros labios modernamente, estas dos palabras trabajo y trabajador no se van a quedar las últimas de la lista. Esto lo podemos asegurar a ciegas. ¡Ojalá hubiera sido siempre así! Porque esas palabras —dándoles el sentido que hoy les damos— hubieran hecho del trabajador y del trabajo la persona y la actividad más dignas que existen.
Quitándoles el sentido que les quiso dar la revolución marxista, nosotros las miramos bajo la luz de la fe, y esas dos palabras resultan entonces sagradas.
Trabajador y trabajo nos remontan al Dios del paraíso y al taller de Nazaret, y en esos dos lugares, tan santificados por la presencia de Dios, es donde se descubre tanto la dignidad de la persona que trabaja como el poder santificador del trabajo. Aquel poeta se dirigía al hombre trabajador, y le cantaba entusiasmado:
Labra, funde, modela,
torna rico el erial, pinta, cincela,
incrusta, sierra, pule y abrillanta,
edifica, nivela,
inventa, piensa, escribe, rima y canta (Gabriel y Galán)
Igual que podría decirle a la mujer —aunque yo no lo digo en verso, sino en prosa muy vulgar—, que limpie, cocine, cosa, estudie, ponga una inyección, enseñe en clase, sea la más eficiente de su oficina o de su taller, brille en la universidad o en la política, distíngase en cualquier campo…
Así vamos a mirar el trabajo nosotros ahora en nuestro mensaje: no bajo la óptica social conflictiva, sino como una virtud humana y cristiana eminente.
El trabajo es, ante todo, un medio grande de perfeccionamiento personal.
Nos dice la Biblia que el hombre ha nacido para el trabajo como el pájaro para volar (Job 5,7). ¿Qué diríamos de un pájaro que estuviese tendido en tierra sin poder alzar el vuelo? Pues diríamos esto: que es un pájaro que está enfermo y que nunca se va a desarrollar como los demás compañeros suyos, que gozan surcando el cielo azul…
Así también, el hombre que no trabaja no desarrolla sus facultades, indica que algo anormal hay en sus adentros, y que nunca llegará a la perfección exigida por su naturaleza.
El trabajo hace vivir con dignidad, porque lo que se come no es fruto del trabajo ajeno ni del robo —descarado o elegante, que es igual—, sino de un esfuerzo noble y generoso.
No hay cosa que se mire con más desdén en la sociedad que la pereza, la apatía, la holgazanería, el aprovecharse de los demás y liberarse de una ley como la del trabajo, que nos obliga a todos.
¿Y si no hace falta trabajar porque se puede vivir de renta, sin preocupación alguna?…
Habremos de decir que no se justifica el dejar de trabajar en este caso. Si no lo necesito yo, lo necesitan otros, para los cuales debo ser brazo productivo. El apóstol San Pablo nos lo dice desde le principio de la Iglesia:
– ¡A trabajar fuerte con las propias manos, para poder ayudar así al que se encuentra en necesidad! (Efesios 4,28)
Dejar de trabajar porque se tiene para vivir de renta, es condenarse a una vida sin ilusión. ¡Cuando resulta tan bello el entregarse al trabajo para aportar mayor bienestar a la familia o tener para dar más a los miembros de la sociedad que están necesitados!…
Las revoluciones sociales modernas han enfocado el problema del trabajo de maneras para nosotros inaceptables, aparte de equivocadas, aunque reconocemos con simpatía que muchas veces los trabajadores han reivindicado sus justos derechos y han denunciado males insostenibles.
Nosotros miramos el trabajo como virtud humana y cristiana a la vez. El trabajo dignifica a la persona, la ennoblece y la santifica.
Más todavía. Miramos hoy el trabajo, sea cual sea, bajo otro aspecto muy atractivo y estimulante, como es el perfeccionamiento del mundo.
El que trabaja, presta sus manos a Dios para que siga adelante con su obra creadora.
Dios creó el mundo muy bello, pero lo dejó, diríamos, a medias.
Quiso que fuéramos nosotros, con nuestro ingenio y nuestro esfuerzo, los que le diéramos los últimos retoques y lo fuéramos preparando así para la restauración final, que será obra del mismo Dios.
El poeta que nos ha dicho aquellos versos primeros, se dirige ahora al trabajador, y le suelta este elogio supremo:
Sin ofensa de Dios, que fue el primero,
tú, el creador segundo
bien te puedes llamar del mundo entero.
Si nos formamos este concepto del trabajo, y trabajamos así, a la luz de estos principios tan humanos y tan cristianos, ¿quién nos va a negar que somos felices? La Biblia nos lo asegura con estas palabras: -Será dulce la vida del trabajador que está contento con su suerte (Eclesiástico 40,18)
¿Y cómo no vamos a estar contentos, siendo brazos para nosotros mismos, para los demás y para el mismo Dios?…