El querer de nuestro Padre
10. agosto 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeUna de las Santas más grandes de la Edad Media es Santa Gertrudis. Pues, bien; esta Santa tenía una costumbre muy curiosa. Cada día repetía por lo menos unas trescientas veces —¡trescientas nada más!—esta petición del Padrenuestro: ¡Hágase tu voluntad!
Un día se le aparece Jesús, como para jugar una partida con esta su gran amiga, y le propone: -Mi querida Gertrudis, quiero ofrecerte para adelante una de las dos cosas, la salud o la enfermedad. Escoge la que quieras. Dime lo que más te gusta.
Y Gertrudis, sin más, contesta lo único que sabía: -¡Hágase tu voluntad!
Total, que Jesús perdió la partida… Se quedó sin saber el gusto de su amiga.
Pero, a nosotros, nos ha dado Gertrudis con su respuesta una lección magistral. Todo el secreto de nuestra santidad, de nuestra felicidad, de nuestra salvación, está en cumplir con sencillez, con naturalidad, eso que le pedimos a Dios en el Padrenuestro, dictado por el mismo Jesús: ¡Hágase tu voluntad! ¿Y sabemos cuál es esa voluntad de Dios? El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo dice escuetamente: “La voluntad de nuestro Padre es que todos los hombres se salven… Y su mandamiento, que resume todos los demás y que nos dice toda su voluntad, es que nos amemos los unos a los otros” (2822)
Por lo mismo, el querer de Dios es que busquemos a todo trance nuestra salvación, por una vida consagrada enteramente a la práctica del amor.
Miramos ahora a nuestro mundo, y nos encontramos con un contraste bien marcado de fidelidad y de infidelidad a Dios, que manda y es obedecido, que manda y es rechazado. Dios quiere el establecimiento del Reino con la santificación de las almas y la salvación del mundo. Pero, ¿qué respuestas recibe?…
Grandes sectores de la sociedad moderna —egoísta, desamorada, soberbia, descreída, satisfecha en su bienestar—, se rebela contra Dios, y, como no quiere cumplir los preceptos con que Dios pretende gobernarla, igual se sumerge en la inmoralidad que llega a atacar lo más sagrado, como es la vida del hombre.
Frente a esa sociedad preocupante, se alza la de los creyentes —que son muchos, gracias a Dios—, los cuales buscan la salvación propia con el cumplimiento cuidadoso de la voluntad de Dios, conscientes de ser los grandes imitadores de Jesucristo.
En la Biblia, nos encontramos con la Carta a los Hebreos, que se mete en las intimidades de Jesús apenas hace su entrada en el mundo. Con ella en la mano, le preguntamos nosotros:
– Señor, ¿cuál fue tu pensamiento primero? ¿qué es lo primero que tú quisiste? ¿cuáles fueron tus primeros gustos?…
Y Jesús, ya resucitado en el cielo, nos va respondiendo:
– Dios quería la salvación del mundo, y no había nada que valiese algo en su presencia para el rescate de las almas. Entonces me presenté ante Dios, y le dije: Aquí me tienes a mí, pues por algo me has dado un cuerpo, que yo puedo sacrificar, y que vale más que multitud de corderos y que manadas de toros cebados. ¿Quieres que me coloque sobre el altar de la cruz, sujeto a ella con tres clavos? ¿Quieres que así derrame mi sangre? ¿Es ésta tu voluntad? ¡Pues, aquí me tienes!…
Escuchamos nosotros muy pensativos, con la mirada clavada en Jesús, que nos sigue hablando:
– Me horrorizaba el pensarlo cuando llegó el momento, pero en Getsemaní iba repitiendo en medio de angustias y repugnancias indecibles: “¡Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya!”. Era yo consecuente con lo que había dicho: “Mi alimento es hacer la voluntad de Dios hasta llevar a cabo su obra de salvación”. Porque “Yo hago siempre lo que a él le agrada”. ¿Y Dios quería que salvara al mundo con mi pasión horrorosa y mi muerte en la cruz? ¡Pues, a la cruz que me fui!… Fui el primero en decir con toda el alma lo que yo mismo enseñé a todos: “¡Hágase tu voluntad!”…
Mi Madre misma, al querer hacerme yo hombre, me lo venía a enseñar, cuando acepta la propuesta del ángel: Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí su voluntad. Entonces tomé en el seno de María el cuerpo que yo necesitaba para ofrecerlo en sacrificio. El saber obedecer me viene a mí de muy lejos… (Hebreos 10,5. Lucas 22,42; 1,38. Juan 4,34: 8,29)
Hemos podido escenificar la vida de Jesús en su cumplir la voluntad de Dios Padre, como podríamos escenificar la nuestra, en tantos actos como son los que realizamos cada día, y en los cuales decimos: -¡Hágase tu voluntad!… Dios mío, lo que Tú quieras… Señor, lo que Tú quieres y como Tú lo quieres…
En el cumplir la voluntad de Dios estuvo la raíz de nuestra salvación. Y en ese cumplimiento del querer divino está el meollo de nuestra santidad, expresión clara del querer divino, como nos dice Pablo: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos” (1Tesalonicenses 4,3). Eso es darse del todo a Dios, para que se tome de nuestra vida lo que quiera.
Nos puede pasar lo de aquel simpático soldado, que en una guerra de muy marcada persecución religiosa, marcha voluntario al frente de batalla. Una granada le explota al lado, le destroza la pierna y se le ha de amputar el pie. Lo lamentan los amigos: ¡Qué mala suerte has tenido! Y él comenta muy fresco: -Le he dicho a Dios esta mañana: ¡Aquí me tienes todo entero! Y Él se contenta sólo con un pie.
Con el ¡Hágase tu voluntad! se le da a Dios la vida por entero. Entonces no le queda a Dios otro remedio —si quiere ser justo, y es justo siempre, y, más que justo, es generoso hasta lo indecible— que pagar con la misma moneda. En la partida que jugamos con Dios a las buenas, como Jesús con su amiga Gertrudis, quedamos empatados con Dios: le hemos dado el todo nuestro, y Dios nos da el todo suyo también: se nos da Él mismo con su dicha sin fin…