La curiosidad
12. agosto 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesComienzo con una pregunta curiosa: ¿Es buena la curiosidad?…
Muchas veces reprendemos a las personas curiosas. Nos caen mal. Entrometidas en todo, no dejan una vida bien parada. Todos estamos con miedo a su lado, porque sabemos que un día u otro saldrán a relucir en público nuestros asuntos más personales. La curiosidad, así entendida, es desagradable, es mala, y no la podemos aceptar. La vida privada nos interesa mucho, y siempre corre peligro cuando una persona se mete a curiosear donde no le llaman…
Pero hay una curiosidad muy distinta, de la que han nacido muchos sabios. Ponemos el caso del niño a quien se le compra un juguete caro, y al pequeño no le dura más que dos días porque lo ha destripado para ver qué tiene dentro y cómo funciona. A los papás les duele haber gastado el dinero en ese juguete, pero a lo mejor no se dan cuenta de que su niño ha demostrado ser un chico muy inteligente y que su sana curiosidad le va a llevar muy lejos en la vida.
Un muy conocido escritor dejó dicho: Cuando el niño destroza su juguete, parece que le anda buscando el alma (Víctor Hugo)
El niño, y cualquiera de todos nosotros. Porque todos tenemos nuestros juguetes. Son esas aficiones que nos llenan la vida. Y queremos conocerlas bien, desentrañar todos los misterios que esconden. Que para nosotros no guarden ningún secreto. Lo mismo en todo lo que se refiere a nuestro oficio o profesión como a la Palabra de Dios, la cual queremos conocer en sus mínimos detalles.
Hemos puesto el ejemplo del niño como tipo de la curiosidad, y quiero contar la historia de un niño.
El pequeño en cuestión era tan pobre que no podía ir a ninguna escuela. Envidiaba a los compañeritos que entraban en la clase, y con frío, con calor, con lluvia —había que aguantar todo— se apegaba a la ventana para escuchar las lecciones que recibían los demás. Se quejaron los niños de dentro, pero el maestro, inteligente y bueno, habló con el niño curioso:
– ¿Qué haces aquí?
– Escuchar lo que usted enseña. Me gusta mucho.
– A ver, ¿qué he dicho hoy?
El muchachito responde a perfección. Había entendido todo.
– ¿Y qué es lo que expliqué ayer? ¿y anteayer?…
El chico lo repetía todo maravillosamente. Y el maestro, sin más, introdujo en la escuela al niño pobrecito que no podía pagar las clases.
Sin aquella curiosidad no contaríamos hoy con uno de los más famosos investigadores italianos modernos… (Muratori)
Como tampoco sabríamos la ley fundamental de la Naturaleza como es la gravitación universal, si un sabio inglés no hubiera sido tan curioso al observar cómo la manzana caía en tierra desde el árbol… (Newton)
Esta curiosidad es buena, es óptima, y ojalá tuviéramos todos mucha de esta curiosidad. ¡Dichosos los niños curiosos, dichosas las personas que siempre están preguntando y leyendo!…
Sobre esta curiosidad tan envidiable, hay todavía otra curiosidad que nos puede llevar muy lejos en la vida.
Esa curiosidad es la de querer descubrir los secretos de Dios. ¿Qué ha pretendido Dios al crear el mundo? ¿Cómo es la Historia de la Salvación? ¿Cómo es la vida del mismo Dios? ¿Cómo va a ser esa eternidad a la cual nos encaminamos y en la que vamos a parar al término de la vida?…
Quien se hace estas preguntas es una persona de gran valer. Sin que ella misma se dé cuenta, su curiosidad le cambia toda su manera de ser, de pensar, de vivir.
Y para satisfacer esa curiosidad, la veremos siempre con libros en la mano que le hablen de Dios: con la Biblia, con la Historia de la Iglesia, con los escritos de los Santos más eminentes y de los hijos más ilustres de la Iglesia Católica.
La veremos siempre asidua en la escucha de la Palabra de Dios, transmitida por los ministros autorizados en la celebración litúrgica, especialmente en la Misa dominical.
Veremos cómo asiste con afán a reuniones y clases donde pueda aprender siempre algo nuevo que la lleve a Dios. Todo ha nacido de esa curiosidad tan excelente que no la deja parar.
Pero hay todavía otra curiosidad mucho más profunda y valiosa, que se deriva de la anterior, y es la que nos lleva a descubrir los secretos del propio corazón, a conocernos a fondo, a querer descubrir lo que Dios quiere de nosotros en cada momento, a rastrear los caminos que nos llevan a la propia salvación.
Y como este conocimiento se consigue sobre todo con la oración, esa curiosidad divina nos llevará al trato íntimo con Dios, que descubre sus secretos a quien está siempre con ansia de conocerlos.
Es magnífica la curiosidad que nos empuja a conocer los secretos de la Creación.
Es magnífica la curiosidad que nos hace investigar en el propio corazón.
Es sobremanera provechosa y santa la curiosidad que nos lleva a meternos en la intimidad de Dios.
Criticamos con todo derecho la curiosidad mala, tan molesta en la vida social.
Pero no se paga con millones esa otra curiosidad fomentada con el estudio, la reflexión y la oración, que nos hace descubrir todos los secretos de la Naturaleza y de Dios.
Esa curiosidad, en fin, propia de todas las almas grandes…