A luchar, queramos que no…
7. septiembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra Fe¿Qué nos parece el mar, si lo miramos desde una montaña? No parece otra cosa sino un cristal terso, de un azul hechizador, sobre el que podríamos patinar con libertad soñada… Bajamos de lo alto, y nos adentramos en sus aguas metidos en una lancha; al cabo de un rato sopla el viento enfurecido, se levantan olas gigantescas, nos entra un miedo horrible, y, como somos gente de fe que todavía nos acordamos algo del Evangelio, le gritamos al Amigo invisible que viene con nosotros, al parecer dormido: -¿No te importa nada el que nos vayamos a pique? ¡Señor, sálvanos, que si no estamos perdidos!…
El Amigo, siempre bueno, nos hace caso, manda al mar embravecido, y nosotros exclamamos al final, llenos de asombro:
– ¿Quién es éste, para que viento y las olas le obedezcan?…
En esta comparación me gustaría ver encerrada la lección que Jesucristo nos da con esa petición que nos dicta en su oración del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación”.
Porque la vida nos hechiza, ya que Dios la ha llenado de maravillas. Ha sembrado en ella a puñados encantos y placer. Pero, al adentrarnos en sus realidades, nos apercibimos de que la vida, más que distracción, es deber austero. Y todos esos dones de Dios que nos encantan, no son sino la grasa que el mismo Dios ha puesto en la máquina para que funcione bien, con facilidad y sin estridencias.
Pero a nosotros se nos mete en la cabeza el error. Desechando el deber, nos quedamos sólo con las apariencias bonitas, y al sobrevenir los desengaños, al prever el desastre que nos viene encima, acudimos a Jesucristo, nos acordamos de Dios, le gritamos, como los de la barca, con un ¡sálvame! angustioso, y nos salvamos solamente por la bondad de Aquel que nos ama…
Cuando se presenta la lucha contra la virtud tan atrevidamente, el alma se ve como envuelta en esa tempestad descrita por un salmo de la Biblia. Pero Dios permanece inmutable, se sienta sobre el aguacero, y hace descender la victoria y la paz sobre el alma atormentada (Salmo 28,10-11)
Había muerto el rey más poderoso de Francia, y ante su féretro pronunció un gran orador aquella frase que ha pasado a la Historia:
– ¡Sólo Dios es grande! (Masillon, ante Luis XIV)
Aquel rey, reducido a un cadáver en putrefacción, ¿qué podía hacer por la Patria de sus sueños? Nada. Cuando llegara la lucha, sólo el Rey del cielo podría prestar un auxilio eficaz a los ejércitos.
Viva imagen del cristiano sometido a una lucha sin cuartel por su salvación.
¿Qué es, entonces, la tentación? Es la ocasión y el peligro en que nos vemos de realizar algo que nos seduce, que nos engaña, que nos parece bonito; pero que nos arrastra al mal y nos impulsa a obrar contra nuestra conciencia… Consentido y realizado, viene la desilusión, la amargura, el remordimiento…
Jesucristo sabía esto muy bien, y nos lo quiere evitar, nos entrena para la lucha, y nos enseña a acudir a Dios con ese “No nos dejes caer en la tentación, del que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
– Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate entre la carne y el Espíritu…
Esto, a lo largo de toda la vida, ya que la vida entera sobre la tierra es una milicia y las batallas son continuas. Pero lo más importante no es el ganar las batallas aisladas que nos plantea el enemigo de la salvación. Lo más importante y lo más grave es ganar la guerra total con la batalla última. Y así, continúa el gran Catecismo:
– Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra: pide la perseverancia final. Y nos recuerda con el Apocalipsis: “Mira que vengo como ladrón. ¡Dichoso el que esté en vela!” (2846 y 2849)
En la Palabra de Dios tenemos la clave del éxito en nuestras luchas. Jesucristo nos lo dice abiertamente: Vigilad y orad.
Lo enseña Jesucristo en el Huerto de Getsemaní, precisamente cuando está librando Él una batalla descomunal contra Satanás, que le quiere apartar de la misión con que había venido al mundo. Aquella noche de vela y de oración, fue para Jesucristo el gran entrenamiento ante la Pasión que se le echaba encima.
Quien está al tanto del peligro, no se ve sorprendido con facilidad. Y quien ora, cuenta con la fuerza de Dios. Vigilancia y oración que nacen siempre de la fe, como nos dice el apóstol San Juan: “Esta es la fuerza con que nosotros vencemos al mundo, nuestra fe” (1Juan 5,4)
Aquella joven inglesa recibe la invitación para presentarse en un concurso de belleza —de hace muchos años ya—, concurso que lo tenía ganado casi con sólo presentarse. Y, fiel a su conciencia, contesta al director:
– He sentido desde muy pequeña una gran preocupación: la de no ser idiota. Pues bien, ¿cree usted que no sería una idiota perfecta al aceptar su galante invitación? Ella entraña una ofensa a una joven inglesa, que antes que bella prefiere ser honesta (Mary Steffenson).
Se perdió la fama y se perdieron los muchos miles que hubieran ingresado en la cuenta…, pero se salvó la dignidad personal y la felicidad de la conciencia, todo, por haber sido generosa en vencer la tentación.
La lucha por la virtud no espanta a nadie, pues se cuenta con la fuerza de Dios. Al llegar la prueba, y escoger libremente a Dios en vez de la fruta prohibida, Dios se siente orgulloso del cristiano. Porque es decirle a Dios: -¿Yo dejarte a ti?… ¡No, pues no soy tan tonto! —“porque no soy tan idiota”, dijo la chica inglesa—, pues Tú, mi Dios, vales más que todo.
Esto es convertir en buen humor, con aire de victoria, esa recomendación tan prudente de Jesucristo: ¡No nos dejes caer!…