Al Cielo sobre ruedas

30. septiembre 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

No es ésta la primera vez que sale por las ondas de la radio una anécdota que ya empieza a tener algunos años, pero que resulta siempre actual por el mensaje que transmite.
Un locutor de Radio empezó el comentario a un entierro con esta pregunta:
– ¿Les gustaría a ustedes subir al Cielo sobre ruedas?…
Y lo decía a propósito del funeral apoteósico que Costa Rica dedicó a un ciudadano muy querido de todos, y que demostró al final que tenía un montón de corazones en sus manos.

¡Cuidado que Carlos Alberto era admirado y querido! ¿Había alguien en Costa Rica que le ganase en popularidad? Era el amigo de todos, y el día de su muerte, relativamente prematura, su funeral fue una apoteosis, nunca antes lograda por nadie en San José. La Televisión había perdido su personaje más conocido, pero por todo el territorio nacional corrían docenas de sillas de ruedas con niños felices…
Se le preguntó una vez:
– ¿Por qué, dinos, por qué has de hacer una campaña agobiante con el fin de conseguir sillas de ruedas para niños paralíticos? ¿A qué esos esfuerzos sobrehumanos casi, hasta lograr que la Asamblea Legislativa haya exonerado de impuestos esas sillas, que nos han mareado a todos?…
Y Carlos Alberto, el querido Carlos Alberto, respondió con más felicidad que los chiquillos:
– Pero, ¿es que no habéis visto la sonrisa de un niño pobre y paralítico cuando se sienta en una silla de ruedas? Lo hago sólo por quedarme con esa sonrisa.
Aquel locutor de Radio comentaba la anécdota con un calor que le salía de muy adentro, cuando seguía diciendo:

Esta afirmación última —¡quedarme con la sonrisa de un niño!— abre todo un mundo delante de nuestros ojos, un mundo de muy lejos, el mundo del más allá.

Conocí, admiré y quise mucho a Carlos Alberto Patiño. Y, aunque ahora no puedo percibir la contestación que me da, pero que yo adivino, me atrevo a hacerle una pregunta, que él me está escuchando desde el Cielo:
– Querido Carlos Alberto, te llevaste muchas sonrisas de niños que te hacían feliz. Pero, dime: todas ellas juntas, ¿valen la sonrisa de Aquél que dijo: “dejad que los niños vengan a mí”?… Y que añadió también: “lo que hayáis hecho a uno de estos pequeños que en mí creen, a mí me lo habéis hecho”…  ¿Cómo es ahora la sonrisa de Jesucristo, que tú te ganaste con tantas sillas de ruedas?…

Queridos lectores, dejamos a Carlos Alberto en el Cielo, donde está muy bien, para hablar ahora familiarmente entre nosotros.

Y hablamos una vez más de lo que ocupa muchas veces nuestros mensajes: de la felicidad que da el hacer siempre el bien a todos cuando reclaman silenciosamente nuestra ayuda.
Estamos todos de acuerdo en que no hay mayor dicha que el dar y el darse.
Hasta que no se hace el bien a los más necesitados, prodigándoles nuestro apoyo sin medirnos, resulta casi un imposible entender la felicidad del amor.
Es éste un criterio opuesto al pensar común, que pone la felicidad en el poseer cada vez más, con un egoísmo con frecuencia inexplicable.
Todos quieren recibir y pocos quieren dar. Jesucristo era de parecer muy diferente, cuando dijo:   -Es más dichoso el dar que el recibir (Hechos 20,35)

Para esas pobres personas egoístas y que nunca abren el corazón, debe ser muy triste el ver cómo se les va la vida sin haber producido nada de provecho. No pueden saber lo que es felicidad al contemplar la esterilidad de la propia vida.
Nosotros no queremos experimentar esa tortura. Queremos disfrutar de la dicha grande que da el sentirse de ser alivio y ayuda para los demás. Como nos lo dice bellamente la fábula del árbol. ¿La saben?…

Aquel árbol era muy alto y muy frondoso, plantado a la orilla del río. Se destacaba sobre los demás árboles de la campiña. Pero, a pesar de su esbeltez y elegancia, empezó a sentirse desdichado y estaba aburrido siempre, porque veía la inutilidad de su vida, carente de sentido, y se decía siempre:
– ¿Qué hago aquí? ¡Siempre parado, siempre sin hacer nada!… El agua corre…, los pájaros vuelan…, los hombres trabajan los campos… ¿y yo?…
Hasta que un día oyó cómo le cantaba un pajarito:
– ¡Gracias, mi árbol querido! ¡Qué bien que me recibes siempre! Nunca te quejas de sostenerme en tus ramas, entre las cuales hasta puedo construir mi nidito… ¡Gracias, gracias, mi árbol querido!…
El árbol empezó a sonreír. Y abriendo unos ojos inmensos, vio una bandada de otros pájaros que revoloteaban alegres entre el ramaje. Miró hacia abajo, y a su sombra estaban reposando unos caminantes fatigados. Examina su tronco, y ve cómo la yedra vivía porque se apoyaba en él.
Desde entonces el árbol se sintió feliz. Y las brisas llevaban a los otros árboles su voz gozosa: -Sin moverme de mi sitio, y dándome lo que puedo, ¡qué feliz me siento, qué feliz soy!…
El árbol era antes muy frondoso, pero ahora, con la alegría de sentirse útil, se hizo mucho más hermoso todavía…

Y quién sabe si nosotros —entre el cuento del árbol y la historia de Carlos Alberto—, a lo mejor hemos aprendido el arte de ser muy felices en la vida y de caminar sobre ruedas hacia el Cielo…

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