La Madre de Nazaret
28. septiembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: MariaEl bendito Papa Beato Juan XXIII tenía unos rasgos formidables a la par que encantadores. Y, naturalmente, de enorme lección para toda la Iglesia. Por ejemplo, lo que hizo una noche con las tres religiosas que cuidaban de la casa pontificia. Había pasado el día entero entre audiencias, discursos, consultas, y llegó la última hora sin haber podido rezar el Rosario. Concluye la cena, y llama a las tres monjitas que acaban de arreglar la cocina:
-¿Quieren venir a rezar conmigo el Rosario en la capilla? -¿Cómo no, Santo Padre? Con mucho gusto…
Rezan los cinco misterios, terminados los cuales, les pregunta comprensivo: -Deben estar cansadas, ¿no es verdad? -No, Santo Padre. Nosotras, no; Vuestra Santidad, sí. Y el Papa: -Entonces, ¿me acompañan con otro Rosario?
De nuevo otros cinco misterios. Para sugerirles otra vez: -¿Siguen cansadas? -No, Santo Padre, nosotras no. -¿Me acompañan entonces con los otros cinco misterios, para completar el Rosario a la Virgen?
Aquella noche rezó el Papa, como siempre, el Rosario entero que no había podido rezar durante el día, y que no dejaba nunca. Al fin, les añadió a las tres felices religiosas: -¡Qué hermosa es nuestra Madre la Virgen! Y lo será mucho más para nosotros cuando la veamos en el Cielo…
Así era la Virgen María para el bendito Papa Juan XXIII y así lo será para nosotros.
Pero no esperamos al Cielo para contemplar a María en toda la grandeza y hermosura de que Dios la revistió como Madre suya y como Asociada a Jesucristo en el misterio de la Redención. El Rosario nos las recuerda y nos las pone delante de los ojos de la manera más viva, más sugestiva, más genial.
¿Quién es la Virgen de los cinco primeros misterios del Rosario? Los llamamos de “Gozo”, aunque están todos revestidos y marcados por las huellas del dolor redentor. Sin embargo, nos hacen ver a María en medio de las alegrías de la Maternidad más grandiosa que se puede imaginar.
Nazaret y Belén son dos palabras entrañadas en el corazón cristiano.
María, una mujer, hermana nuestra en todo, convertida en Madre de Dios cuando recibe la embajada del Ángel: -¡Y el Hijo de Dios se hizo hombre, y habitó entre nosotros! (Juan 1,14). La primera morada del Dios humanado es el seno bendito de la muchachita nazarena.
María, una mujer, hermana nuestra en todo, la que acoge en sus manos, y estrecha con sus brazos, y colma de besos y caricias a un Niño que es nada menos que Dios, aunque lo ve recostadito entre las pajas de un pesebre de animales. Madre más dichosa, no la busquemos, pues no la podremos hallar.
María, una mujer, hermana nuestra en todo, la que desempeña en Nazaret sin ruidos ni alborotos los oficios más triviales de la mujer más normal.
Era la Princesa del Cielo, sería la Mujer más querida del mundo, y sus noticias, en vez de revistas del corazón, estarán trazadas con pinceladas indelebles en las páginas inmortales de los Evangelios.
Le podríamos preguntar a la joven Doctora de la Iglesia Teresa del Niño Jesús: -¿Qué te parece a ti de la vida de María en Nazaret? Teresa nos responde sin darse muchos tonos: -Muy sencillo. Escuchen la breve oración que le dirigí un día a la misma Virgen María:
“Virgen llena de gracia, yo bien sé que en Nazaret viviste pobremente, sin llamar la atención para nada: ni éxtasis, ni milagros, ni arrobamientos envolvieron tu vida, oh Reina de los elegidos. Los pobres, los humildes, que son tantos en la tierra, pueden alzar sin temor los ojos a Ti. Porque Tú eres la Madre incomparable que va con ellos por el camino común para guiarlos al Cielo”.
No se puede describir con más acierto a la que era la Madre de Jesús y la Madre nuestra.
Era la Madre de Jesús porque con generación física —aunque virginal, por haber sido la concepción una obra exclusiva del Espíritu Santo—, dio el ser de hombre al Hijo de Dios.
Era la Madre espiritual nuestra porque estábamos unidos desde el principio a Jesucristo, Cabeza nuestra, y María nos llevó espiritualmente en su seno a la vez que llevaba en él al Jesús Redentor y Salvador.
Era la Madre de todos, al ser la Madre de Jesús, porque había engendrado al Primogénito y a sus hermanos, a la Cabeza y a los miembros de su cuerpo místico. De estos nuevos hijos de María, que son los mismos nuevos hijos de Dios, dice el Evangelio de Juan: “Han nacido no carnalmente, no al modo humano, sino que han nacido de Dios” (Juan 1,13)
Contemplando así a María de Nazaret en esos misterios inefables de gozo, es cuando más se siente la ternura para con la Madre que nos llevó junto con Jesús en su seno bendito. Un gran crítico de nuestra lengua lo expresó bien con versos sencillos, hablando del Rosario:
Tú que esta amable devoción supones
monótona y cansada y no la rezas,
porque siempre repite iguales sones…
Tú no entiendes de amores y tristezas
¿qué pobre se cansó de pedir dones?
¿qué enamoradao ded decir ternezas?… (Menéndez y Pelayo)
Con la Madre de Nazaret se habla así. Con naturalidad. Sin formulismos. Con espontaneidad de hijos. Confiándole todo lo que preocupa. Pidiéndole todo lo que se necesita. Al fin y al cabo, Ella es la Madre, y la madre no se cansa de oír a los hijos ni los hijos se cansan de hablar a la madre…, aunque nunca varíen las palabras y traten siempre los mismos problemas y manifiesten las mismas ilusiones siempre…
Un Papa muy querido nos dijo lo que para él significaba el Rosario de cada día. Es gozo del alma, ternura del corazón, requiebro de labios que saben decir y cantar…