Una visita del Crucificado

31. octubre 2023 | Por | Categoria: Familia

Comenzamos con un ejemplo que hemos oído contar muchas veces. Isabel de Hungría era una reina muy joven. Con su esposo Luis, el rey de Turingia, formaban una pareja envidiable. ¡Hay que ver cómo se amaban!
Pero la suegra era terrible, consumida por los celos. Isabel cuidaba con amor de santa a todos los pobres que acudían a ella, y un día, hallándose ausente el rey, le llega un muchacho enfermo, cubierto de llagas purulentas. Lo atiende con más cariño que a nadie, y no teniendo otro lugar mejor, lo lleva a su habitación y lo acuesta en la propia cama.
Llega de campaña el rey, y la suegra ve la gran ocasión: -Ven, hijo mío, que te voy a enseñar algo que no te esperas. Lo lleva al cuarto de la joven reina, y le dice señalando desde la puerta:
– ¡Mira, mira, a quién mete esta tu mujer en su cama!
Luis no se esperaba semejante infidelidad de la esposa. Se acerca al lecho, dispuesto a clavar la espada al intruso, descubre enojado la cobija y las sábanas, y se encuentra con una imagen viviente de Jesús Crucificado. La suegra enmudece, llena de rencor. El rey llama a su esposa, y le dice llorando:
– ¡Isabel, mi querida Isabel! Dales siempre un lecho a estos huéspedes que Dios te envía…

¿Es la querida Santa Isabel de Hungría —que morirá muy joven, a sólo veinticuatro años— la única que tiene que atender y cuidar en su propia casa a Jesucristo enfermo?…
En la vida de familia nos encontramos con mucha frecuencia con este hecho doloroso: uno de sus miembros cae enfermo, y ya está metido en el hogar Jesucristo clavado en la cruz. ¿Cómo se le recibe?  ¿Qué se hará con Él?…

Estas preguntas no se las hacemos a los diputados de la Asamblea de Holanda, que se tiraron por la solución más simple y radical, en una votación criminal que asombró al mundo: -¡Aprobada la ley de la eutanasia! Enfermo que sufre, enfermo que no ha de curar, enfermo que estorba…, y a juicio del médico solo, y con aceptación de la familia, puede morir cuando venga bien, matado impunemente por sus seres queridos…
¿Cómo es posible que la civilización de algunos Estados modernos haya podido aceptar la ejecución de un crimen semejante?…

Nosotros, en nuestras tierras benditas —que serán de un Tercer Mundo pobre de dinero, pero muy rico de fe—, sabemos dar a Jesucristo la bienvenida cuando se nos presenta sujeto en una cruz de la que no se puede desclavar. Y al enfermo que hay en la familia se le atiende con cariño, con amor entrañable, y se le prodigan todos los cuidados que la ciencia y las posibilidades económicas ponen en nuestras manos.

Es cierto que la sociedad moderna ha avanzado mucho, gracias a Dios, en el cuidado de los ciudadanos enfermos. El Seguro Social en sus clínicas y hospitales, en los dispensarios y casas de salud, prodiga a los pacientes unas atenciones que antes no existían. ¡Gracias a Dios!, repetimos complacidos.
Pero esto no quita el hecho de que, en tantísimos casos, el enfermo ha de permanecer en el hogar encomendado al cuidado de la propia familia.

¿Cómo hay que mirar la enfermedad cuando se presenta en el hogar?… Con naturalidad grande, ante todo. No podemos cambiar la naturaleza, debilitada después de la caída del paraíso, y así como un día ha de venir el fin sin remedio, así se presenta también la enfermedad como precursora inevitable de ese fin que nos ha de tocar a todos.
Esto lo hacen todas las personas bien formadas, que tienen serenidad para juzgar y aceptar la vida tal como es, y no como nos gustaría que fuera. La serenidad en esos momentos difíciles indica una personalidad bien formada y una madurez grande de espíritu. Es algo que honra el sobrellevar la enfermedad con valentía, sin rendirse ante lo irremediable.

Pero el cristiano da un paso adelante, y no se detiene solamente en valores humanos. Mira las cosas con los ojos de la fe, y, aceptada la enfermedad como permitida por Dios, se asocia de manera grandemente meritoria a la pasión de Jesucristo, como satisfacción por la propia vida y como una colaboración con Jesucristo para la salvación del mundo.

Aunque no miramos ahora precisamente al enfermo, sino a los otros miembros de la familia que tienen que cuidar al ser querido cuando más los necesita. Miramos a los mártires valientes del hogar, que dan un testimonio formidable de fe y de caridad cristiana cuando saben esclavizarse y renunciar a todo para cumplir un deber tan costoso.

Todo es cuestión de fe, desde luego. Sin fe no tendrá nunca explicación el heroísmo cristiano. Aquella esposa ejemplar llevaba más de veinte años al lado del marido paralizado totalmente en el lecho, y decía después que el Señor se lo llevó al Cielo: -No puedo acostumbrarme a vivir sin él. ¡Lo necesito tanto! ¿Por qué Dios se me lo ha llevado?… Y aquella otra mamá, día y noche junto a la cama del hijo, inmóvil toda la vida: -¡Que no se me muera mi Tinet! El día en que se muera él, me muero yo también…        

Frente a esas legislaciones modernas sobre la eutanasia y prácticas parecidas, que son un baldón para la Humanidad, se alza la ley de Dios que manda el amor, el respeto a la vida, la ayuda mutua, la abnegación, la entrega generosa, virtudes que practican de modo tan eminente las familias que cuentan con ese regalo de Dios que es el enfermo.

Dijo Jesucristo que dirá el último día: -¡Vengan conmigo los que me visitaron cuando yo estaba enfermo!… En la familia que cuenta con un enfermo, esta visita a Jesucristo es permanente, y la familia le ha dispuesto el lugar de honor, como aquella reina santa. A la luz de la fe, ¿no es esto una suerte?…

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