Dos santos nos hablan
14. noviembre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaLos esposos de nuestro tiempo, Luis y María Beltrame, están en los altares, beatificados por el Papa Juan Pablo II. Los tres hijos que asistieron en el Vaticano a la glorificación de sus papás no se limitaron a llorar de emoción ante el gran tapiz que pendía en la fachada de la Basílica, sino que dieron por escrito, para edificación de toda la Iglesia, el testimonio de la vida familiar que habían vivido tan afortunadamente en el seno de su hogar.
Hoy, arrancamos de esa confesión de los hijos —los dos sacerdotes, Tarsicio y Paolino, y las hijas Sor Cecilia y Enriqueta— algunos pasajes que más nos pueden aprovechar.
– Padre Tarsicio; ¿cómo es posible que sus papás llegaran a una santidad para los altares con una vida tan ordinaria, si fue igual que la de cualquiera de nuestras familias?
– Pues, esta es la verdad. Lo que caracterizó nuestra vida familiar fue su normalidad, su discurrir ordinario. Sólo que nuestros padres vieron el valor sobrenatural de las acciones más corrientes de cada día, y todo lo hacían en el nombre de Dios, para gloria de Dios y como voluntad de Dios.
– ¿Y cómo era la relación que mantenían los papás con los hijos?
– Muy cariñosa y tierna, pero sin dulzonerías. Y como nosotros no éramos precisamente unos angelitos, nos castigaban cuando faltábamos en algo, después de avisarnos, corregirnos y orientarnos. Y venía el castigo, aunque el más doloroso era no darnos el beso de la noche antes de irnos a dormir.
– Sor Cecilia, ¿está conforme con lo que dice Tarsicio?
– Sí; todo era así en el hogar. Una vida absolutamente normal. Pero yo quiero añadir algo que hacía nuestro papá en orden a nuestra formación: aquellos paseos por el campo. Ya desde pequeños nos acostumbró al movimiento sano. Un paseo tras otro, aunque midiendo nuestra resistencia, pero acostumbrándonos al esfuerzo y a la fatiga. Eran unos paseos muy agradables. Papá nos hacía caer en la cuenta de todo: el crecer de las plantas, el desarrollo de las hojas y los matices de los colores; las costumbres de los insectos; los nidos de los pájaros y su modo de volar y de vivir… Nos hacía descansar un rato, y a proseguir hasta el final. Venía la merienda, y de regreso a casa.
– Enriqueta, así era de niños. ¿Y qué me dice de cuando se hallaron en casa los abuelos y bisabuelos? Las suegras no son muchas veces buena recomendación…
– El recuerdo de este período en la familia fue muy positivo. Papá fue muy comprensivo, ante el enorme amor que tenía a su esposa. La mamá, por su parte, dejaba a la que era madre y suegra el hacer a su gusto muchas cosas de la casa, pero reservándose ella por completo la educación de los hijos. Nunca hubo problemas, aunque existieran las diferencias naturales e inevitables.
– O sea, una conducta de santos. ¿Y ya de mayores, Padre Paolino?
– Papá compartió de lleno con mi madre las alegrías, las ansias, los problemas, las preocupaciones de la educación de los hijos. Muy responsable en el cumplimiento de sus deberes, era raro que aceptara el comer o cenar fuera de casa, a no ser por obligaciones de su cargo oficial. Desde joven el gustaba fumar, pero dejó de hacerlo desde que nació Tarsicio, a fin de no ser de mal ejemplo para nosotros los niños.
– Enriqueta, ¿y qué nos dice de la mamá?
– Sí, fui la hija más afortunada por lo que estuve con los papás. La mamá fue la primera en emprender un camino de perfección espiritual muy profundo, seguido después con fidelidad hasta la muerte. Su unión afectiva con nuestro padre, los llevó pronto a los dos a seguir las mismas pisadas de la santidad. Desde que llegó el primer hijo, los dos sintieron como una misión el deber de aceptar y formar a los hijos. Para ellos, los hijos fueron considerados como un regalo de Dios, como un depósito que se les confiaba, y no como una propiedad, y, por lo mismo, tenían que guardarlos como una cosa sagrada.
– ¿Y no cree, Enriqueta, que hubo momentos difíciles para los papás?
– Piense que en los tres primeros años de matrimonio vinieron tres hijos, y con la gestación de la cuarta, que fui yo, el peligro de muerte. Pero la mamá, en su función de madre, no admitía ayudas de fuera. Su entrega fue total.
– ¿Conforme, Padre Paolino?
– Del todo. Pero me complace añadir su papel educativo en el ámbito religioso. Mientras mamá nos llevaba a la escuela nos metía siempre en la iglesia más cercana para saludar a Jesús. En la mesa, no faltaban jamás las oraciones acostumbradas para la bendición, por más que hubiera invitados. Por la noche, no falló nunca el Rosario en familia, dirigido por papá, aunque la letanía se la reservaba siempre mamá.
– Enriqueta, ya que fue la que más vivió con los papás: ¿nunca hubo desacuerdos entre los dos?
– Es natural que hubiera algunas divergencias, a pesar de tanto afecto y comprensión. Pero nunca las trataron delante de nosotros los hijos. Con el diálogo, resolvían las diferencias entre sí, de modo que, una vez acordada la solución, el clima familiar seguía siempre sereno y lleno de armonía. Afortunadamente no teníamos todavía la radio y la televisión, y la charla familiar era siempre viva e interesante.
– Padre Paolino, ¿y qué ocurrió cuando los papás ya habían muerto?
– Pues que se alzó la voz del pueblo diciendo que eran unos “santos”. En la muerte de ellos, de uno y otra, en vez de condolencias, oíamos decir: “Era un santo”, “era una santa”…
Y aquí dejamos nosotros los retazos de la entrevista. Luis y María Beltrame fueron unos santos…, y total, haciendo de manera extraordinaria lo más ordinario, lo mismo que en nuestros hogares hace cualquiera de nosotros. Por lo visto, eso de ser santos no es tan difícil como parece…