La vida de la Iglesia
12. noviembre 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaHemos oído decir muchas veces que el Bautismo es la puerta de la Iglesia y el Sacramento indispensable para poder recibir los demás Sacramentos instituidos por Jesucristo. Es cierto. Pero nos quedaríamos muy cortos si pensáramos que, una vez recibido el Bautismo, ya acabó su función ese admirable y riquísimo Sacramento. El Bautismo es más, mucho más. La vida de la Iglesia no es otra cosa que la vivencia constante e ininterrumpida del Bautismo por todos sus hijos. Al haberse insertado en el cuerpo de la Iglesia, el cristiano se limita a vivir en cada momento lo que recibió una vez en el Bautismo.
Si queremos vigorizar a la Iglesia, no encontramos nada mejor que desarrollar cada uno de sus miembros —desde el Papa hasta el último de los fieles— la vida divina que se nos comunicó al recibir las aguas bautismales. El crecimiento de un solo miembro es crecimiento de todo el cuerpo.
Entonces, lo primero que conviene es tener una idea clara y gozosa del don divino que se nos ha regalado. En su esplendidez inmensa, Dios nos ha dado lo máximo al darnos su propia vida.
Después nos la alimentará y acrecentará sin cesar con la Eucaristía, en la que se da también a Sí mismo.
Finalmente, en el día de nuestra muerte dichosa, se nos dará en gloria y para siempre. Pero ese don divino —y aunque sea en etapas diferentes—, por parte de Dios se nos da sin más al recibir el Bautismo. Se ha dicho muchas veces que la mayor sorpresa que tendremos el día de la muerte será contemplar la belleza incomparable de nuestra propia alma, y nos diremos: Pero, ¿estoy soy yo? Dios se sonreirá un poquito, y nos comentará: No, no eres esto. Esto eras desde tu Bautismo, y no te dabas cuenta…
Sí, vale la pena vivir de la fe. La fe en todo lo que nos enseña la Iglesia. Empezando por la valoración de nosotros mismos y de la Gracia que llevamos dentro. Entonces no se hace caso de las seducciones del mal, porque nadie es tan tonto que quiera perder tesoros tan imponderables. Entonces, tampoco se hace caso de esas nuevas doctrinas que se nos dicen contra la Iglesia Católica en la cual fuimos bautizados.
Un insigne teólogo, incomprendido y atacado hasta que el Papa le creo Cardenal ya al fin de su vida, decía con fe y convicción de santo: Lo más querido para mí, mejor dicho, lo único querido por mí, es la fe de la Iglesia, y nada más (Cardenal Henri de Lubac SJ). La felicidad máxima nuestra es vivir y morir en la fe de la Iglesia Católica. Otros pensarán otra cosa; nosotros sabemos que no nos equivocamos.
La fe nos lleva a la novedad de la vida. Con el Bautismo —es la clásica expresión de San Pablo— nuestro hombre viejo, la mujer antigua, quedaron sepultados. Ahora no nos toca otra cosa que vivir la vida nueva en Jesús resucitado. En el mundo se está librando —sin que haya un momento de tregua en la batalla— la lucha entre el bien y el mal. Todos nos encontramos en uno u otro bando: o con Cristo o con Satanás. Es palabra del mismo Jesús: Quien no está conmigo está contra mí.
Esto es muy serio. Podemos ser muy respetuosos con los demás. Pero no podemos alinearnos nunca con el mal, con el respeto humano, con la culpa. Y hoy la culpa se extiende cada vez más a nuestro lado. Nos rodea una atmósfera de pecado que hace muchas veces irrespirable el ambiente del mundo. Ojalá que la única contaminación de nuestras ciudades fuera la producida con tanta gasolina gastada por los automóviles; pero, desgraciadamente, nos toca soportar una contaminación mucho más mortífera… Nosotros, bautizados, no aceptamos ningún compromiso con el mal.
Nuestro compromiso verdadero está en la incorporación viva a la Iglesia. El culto de la Iglesia; la Misa dominical, que para nosotros es el deber más sagrado de la semana; la colaboración al apostolado en una forma u otra…, todo esto no es hacer vivo y patente lo que llevamos dentro por la Gracia del Bautismo.
Por otra parte, con ello contribuimos de la manera más eficaz al mejoramiento y la salvación del mundo. Nos comprometemos en el trabajo de cada día con los hermanos en la fe y con las angustias y esperanzas de todos los hombres.
Nosotros nos vamos diciendo —y se lo decimos a los demás calladamente, con el testimonio de nuestra vida—, que no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos otra futura (Hebr.13,14). Damos al mundo lo que más necesita hoy: ¡esperanza! Una esperanza que no falla, segura en la Palabra de Dios.
Desde el día de su Bautismo, el cristiano orienta toda su existencia hacia el encuentro con Jesucristo el Señor. Éste es el caminar de cada uno de nosotros y el de toda la Iglesia. Entregada la Iglesia y todos nosotros a la promoción de los hombres en una vida digna, no perdemos nunca de vista lo principal: eso que no es relativo, los bienes de esta vida; sino que miramos ante todo lo que queremos salvar por encima de todas las cosas, como es la vida eterna. Por eso, a la vida que nos ha dado el Bautismo se le llama desde el principio la vida eterna, que empieza aquí con la Gracia y acaba después en la Gloria.
En la vida trabajamos y nos llenamos tal vez de muchas preocupaciones. Pero vamos cantando siempre cada vez más convencidos: Somos un pueblo que camina, y, juntos caminando, podemos alcanzar, otra ciudad que no se acaba, sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad…
(¡Hay que ver cuánta teología y cuánta Palabra de Dios esconden esas canciones que repetimos tantas veces! La poesía y el canto resultan lecciones de Fe magistrales, y que se aprenden con facilidad suma)
¡Visión espléndida la que nos ofrece el Bautismo dentro de la Iglesia! Puerta que se nos abre delante al principio, y puerta que se nos cierra detrás, una vez seguros, para que ya no podamos salir de allá donde está la Iglesia triunfadora y glorificada…