María del Cenáculo

5. octubre 2020 | Por | Categoria: Maria

Se ha contado muchas veces aquella escena tan tierna de la madre que agonizaba. Rodeaban el lecho sus niños, y el más pequeñito, aunque no sabía muy bien qué era aquello de morir, le pregunta con inocencia encantadora:
-Mamá, ¿es verdad que ya no vas a poder cantar más?…
La mamá hace un esfuerzo supremo, e invita a los pequeños: -Sí, hijitos míos. ¡Venid, alabemos a María!…
La madre buena se despedía de este mundo cantando a María, y en el Cielo ha tenido ocasión interminable para cantarle a placer cuantas veces quiera…

Cuando se reza el Rosario en sus misterios de Gloria no se hace otra cosa que cantar a María como la “Mujer” del Apocalipsis, que es la Madre de la Iglesia y la Reina del Cielo.
Los Hechos de los Apóstoles hacen en su comienzo una mención de María que viene a resultar extraordinariamente rica. Subidos al piso superior donde se alojaban, el conocido Cenáculo, los apóstoles “perseveraban unánimes en la oración con María la Madre de Jesús” (Hechos 1,13-14)

El Concilio da una importancia suma a estas palabras, cuando dice:
– Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes de Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con María la Madre de Jesús, y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya le había cubierto a Ella con su sombra (LG 59)
María aparece desde ahora metida de lleno en el misterio del Señor Resucitado y glorificado, igual que antes había estado metida de lleno en el misterio del Señor Crucificado.

En el Cenáculo se manifiesta María como la Madre encomendada por Jesús moribundo a la Iglesia en el discípulo amado, y, una vez muerta y Asunta al Cielo, aparece como la Madre Reina glorificada en la Gloria celestial. Así lo interpreta el mismo Concilio, cuando asegura que María fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte.

Juan en el Apocalipsis (12,1), siguiendo la línea de Caná y del Calvario, nos muestra a la “Mujer” en visión grandiosa, como tipo de la Iglesia, “vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”.

Ya tenemos así a María propuesta por Dios a la Iglesia de todos los siglos como la Madre glorificada, digna de nuestro amor, de nuestro cariño, de nuestros obsequios, de nuestros cantos, de nuestras plegarias.
María, junto al trono de su Hijo, aboga por nosotros, se cuida de nosotros, nos espera, nos llama, nos sostiene, y, con el amor irresistible de la Madre, nos arrastra hacia Sí hasta que nos vea metidos a todos en la misma gloria suya, la que nos mereció Jesucristo con su obra redentora.
La joven Doctora de la Iglesia Teresa del Niño Jesús, expresa nuestra felicidad de hijos de María con palabras llenas de ternura angelical:
“Se sabe bien que la Virgen Santísima es la Reina del Cielo y de la Tierra, pero es más Madre que Reina”… Y “nosotros somos más felices que la Virgen, porque Ella no tiene una Virgen Santísima a quien amar”. Sigue Teresa discurriendo, y hace una pregunta sorprendente: “¿Quién hubiera podido inventar a la Virgen María?”… Y acaba, llena de amor a la Virgen, con un arranque también encantador: “Oh María, si yo fuera la Reina del Cielo y Tú fueras Teresita, yo quisiera ser Teresita para que Tú fueras la Reina del Cielo”…

La verdad es que, puestos a expresar la admiración y el amor que los cristianos sentimos por la Virgen nuestra Madre, se oyen a veces las cosas más divertidas. Como lo ocurrido al Padre Provincial de los Jesuitas en Alemania al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El día en que iba a ser fusilado por la Policía Secreta Alemana, es sacado violentamente de la cárcel y llevado a un asilo de huérfanos, donde al día siguiente entraban los soldados rusos a sangre y fuego.
Un soldado apresa a una Hermana de la Caridad, el Padre Jesuita ve la tragedia que le viene a la pobre religiosa, y le grita:
– ¡Hermana, el Rosario! Téngalo levantado en alto, y encomiéndese a la Virgen María, Auxiliadora de los cristianos.
La Hermana lo hace, y el soldado ruso entonces, con las escasas palabras de alemán que sabe, pregunta: -¿Cristo?…  
Le responden: -¡Sí!…
Mira el soldado la medalla de la Virgen que lleva la Religiosa, y pregunta de nuevo: -¿María?…
Todos ven un rayo de esperanza: -¡Sí, sí, María!…
El ruso empieza a revolver sus bolsillos, saca joyas, cadenillas, diamantes, relojes, hasta que encuentra lo que buscaba entre tantos objetos robados: ¡la medalla de la Virgen!, que levanta en alto, gritando: -¡Yo también María!…
 Suelta a la religiosa, y se marcha sin hacer ningún daño a nadie…
Cómico cuanto queramos. Pero la lección salta a la vista. María, robadora de corazones, es capaz de robar hasta el corazón del ladrón más bruto…

El Rosario en sus misterios de Gozo se va en la contemplación de María, la Madre y Reina glorificada. Y no cansa el mirarla. Al Padre Pío —¡San Pío, el de las Llagas!—, le pregunta el Superior:
– ¿Cuántos Rosarios ha rezado hoy?
El Padre obedece humilde:
– A mi Superior no le puedo mentir: Llevo rezados treinta y cuatro.
 -¿Tantos?…
 -Sí. Pero esto no es para ustedes. Irían al manicomio si se pusieran a rezar tantos rosarios al día…
Sin querer parar locos, y quedándose nada más que en uno, ¡hay que ver lo que haría el rezarle cada día el Rosario a la Virgen!…

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