¡María, ven a mí!…

26. octubre 2020 | Por | Categoria: Maria

Es muy natural que escuchemos a la Virgen María, y oigamos esta palabra suya: -¡Ven aquí, hijo mío! ¡Hija mía, acércate!… Sería esto lo más natural, en labios de quien recibió de Jesús el encargo: -Ahí tienes a tu hijo, ahí está esa hija tuya… Pero, ¿y si hiciéramos al revés? ¿Si fuéramos nosotros los que le decimos a la Virgen: -¡Madre, ven aquí, que te espero!…
 Pues, sería esto también lo más natural. Porque el mismo Jesús que le dijo a María “Ahí está tu hijo”, le dijo al discípulo “Ahí está tu madre”. Y, como dice el Evangelio, “el discípulo la tomó inmediatamente por suya” (Juan 19,26-27)

La Iglesia primitiva entendió esto muy bien. No vio solamente a todos los creyentes encomendados por Jesús a María como hijos, sino que vio a María encomendada a los cuidados de los discípulos como Madre suya. Los discípulos han de cuidar de María como Madre, igual que María cuida de los discípulos como hijos. Entonces, podemos y debemos decir a María:
– ¡Ven, Madre! ¡Ven aquí, que conmigo vas a estar muy bien! No te faltará nunca mi cariño, ni te faltarán mis cuidados, pues servirte como hijo, cuidar de Ti como hija, será siempre mi gloria mayor…

Siendo ésta la fe y la costumbre de la Iglesia desde sus principios, podemos entender esas expresiones tan entrañadas en el pueblo cristiano: “servir a María”, “obsequiar a María”, “hacer algo por María”, y tantas más que dicta el amor.
Sabemos lo que hizo San Juan Diego, el afortunado vidente del Tepeyac. Cuando ya la Virgen de Guadalupe estuvo en el templo tan soñado, Juan Diego tuvo a honra el quedarse a cuidar la casa de la Virgen, y el barrer el piso y el tener todo a gusto de la Señora fue la ocupación más feliz de su vida.

Como ocurrió también en la India, en un Santuario de la Virgen muy venerado. A principios del siglo diecinueve eran muy escasos los cristianos, pero la Virgen ya había sentado sus reales en aquella nación tan esperanzadora la para Iglesia. El templo de la Virgen era muy modesto, pero llamaba la atención de los hindúes. Hasta que vino el milagro para convertirlo en un centro de honda devoción mariana.
Una mujer de las castas superiores y de familia aristocrática viajaba con su niño por mar cuando el barco, sorprendido por un huracán, dio un mal viraje y volcó. Todos los pasajeros pudieron salvarse, menos la buena mujer con su pequeño, que desaparecieron bajo las olas. Al cabo de veinticuatro horas caían los dos bajo las redes de un pescador, que los arrastraba hasta la arena, vivos, sin una simple herida, y con los vestidos sorprendentemente secos. -Pero, ¿qué es esto? ¿Qué ha ocurrió?, preguntaban todos atónitos a la mujer hindú, pagana, pero creyente. Y ella explicó:
– Cuando el barco volcó estreché a mi hijo contra mi pecho. y miré hacia la iglesia católica e invoqué a su Señora. Vi entonces que Ella, con su Niño en los brazos, venía a nosotros y nos cubría con su manto mientras estábamos bajo el agua. Fue entonces cuando me ofrecí a la Señora con mi niño para ser los dos sus vasallos. Ahora que nos hemos salvado, no pienso volver a casa. Llévennos a esa iglesia, donde viviremos como devotos de la Madre Divina.
Y así fue. Catequizada, bautizada, la señora aristócrata —muerto el niño poco después—, se quedó allí para siempre: -Mi ocupación será barrer la casa y el patio de la Madre Divina. Y lo hizo hasta su muerte. Hoy, son miles los devotos de la Virgen en la India que vienen al Santuario, y el primer obsequio de muchos a la Madre Divina, es barrer el patio como lo hacía la sierva de la Virgen (Santuario de Vallarpadam, 1800)

Son muchos los que nos dirían que el amor a María no se centra en esas simplicidades, sino en acoger a la Virgen en el corazón y, por Ella, hacer los sacrificios que impone el deber cristiano. Eso sería muy cierto, pero les podríamos responder:
– ¿No es amor a la mamá, cuando llega el Día de la Madre, felicitarla, darle un beso y hacerle un regalito?… ¿No significan esos detalles que la mamá está muy adentrada en el corazón? Sin palabras, le están diciendo con elocuencia grande: Mamá, no te preocupes, que si te pasa algo desagradable un día, aquí me tendrás contigo.
¿No es eso acoger a la madre de verdad?…

Es el caso del cristiano con la Virgen. El amor no se puede separar de las manifestaciones del amor. Y se tiene muy en cuenta aquella afirmación tan seria y profunda: “Todo lo que se hace por amor, es amor”.
Hace ya bastantes años, murió en Roma un buen hombre que había pasado su vida de camarero en un restaurante. Le llamaban familiarmente “El camarero de la Virgen”, a la que rezaba mucho el Rosario durante el día. Pero, naturalmente, ¿cómo iba a pasar las cuentas del rosarito si las tenía bien ocupadas con las bandejas y los vasos?… El amor se las ingenió muy bien. Sin atender las conversaciones de las mesas, contaba las Avemarías por las cabezas de los clientes. Cada diez, una decena… Y en la intimidad de su alma, rezó muchos Rosarios a la celestial Señora, mientras servía también con amor a aquellos que él consideraba hijos muy queridos de la Virgen… Cuando murió el camarero, Radio Vaticana dio la noticia muy escueta: -¡Ha muerto un hombre santo!… (Giuseppe Rivella)

María, conforme al encargo de Jesús, ha acogido a todos los discípulos como hijos suyos. Como Madre, Ella los ama, los guarda, los defiende, ruega por ellos, les da las gracias de la salvación.
Y los discípulos, a su vez, acogen a María como suya, la aman con cariño de hijos, la cuidan como a Madre, y le manifiestan el amor entrañable que le tienen, infundido por el mismo Espíritu en sus corazones.
Esos discípulos —todos los cristianos— acogen a María como se acoge la Palabra que Dios les regala en la Biblia; la acogen como al Cuerpo de Cristo, que les dice: Tomad y comed; la acogen como un mandamiento más de Jesús, que se la entrega como el regalo último que le restaba todavía en la cruz: Ahí tienes a tu madre. ¿Qué vamos a hacer, afortunadamente, si así nos lo manda Jesús?…

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