Los ojos en Nazaret

5. diciembre 2023 | Por | Categoria: Familia

El Papa de la sonrisa, Juan Pablo I, contó en una de sus catequesis tan bellas lo que le ocurrió siendo Obispo de Venecia. Va a visitar un asilo, y habla con la primera viejecita que encuentra: -¿Cómo está, señora? Y ella: -¡Bah! Comer, bien. Calefacción, muy bien. Y el Obispo: -Entonces, si no le falta nada, está bien contenta, ¿no es así? Rompe a llorar la buena mujer: -¿Qué le pasa? ¿Por qué llora así? Y sigue con más llanto: -Porque mi nuera y mi hijo no vienen a verme. Quero ver a mis nietos, y no me los traen… Fallaba el amor. Fallaba el cumplimiento del deber… ¿Cómo no iba a llorar la pobrecita?…

Al leer este diálogo, nos preguntamos: ¿Podemos imaginarnos algo parecido en el hogar de Nazaret?… Eso, ni pensarlo. ¿Dónde está por lo mismo, la diferencia? Pues, en esto: en que en algunos hogares no ha habido ni hay amor, aunque haya dinero. Mientras que en otros, como en el de Nazaret, no había dinero, pero había un amor y una honestidad grandes, y por eso abundaba tanto la felicidad. Allí nadie lloraba…

Tanto hablar de la familia modernamente —lo mismo a nivel social que a nivel religioso—, se nos ocurre preguntarnos: -Y bien, ¿dónde fijar los ojos para ver y acertar?… La  respuesta la tenemos los cristianos a flor de labios: ¡En Nazaret! Porque el Dios providente, que en Jesucristo nos dio la solución de todos los problemas que nos pueden ocurrir en la vida, ¿podía dejar olvidada la familia, de modo que sólo la familia no pudiera mirarse en Jesucristo?…
Ya se ve que no. Por el contrario, diríamos que a Dios le salió el modelo todo un primor. Porque familia como la de Nazaret, no existe ni soñada…

Al mirar Nazaret, se acumulan las preguntas en los labios, algunas de las cuales nos llevan al terreno de la fe, porque a primera vista parecen no tener respuesta.
Por ejemplo: ¿Cómo es que Jesucristo trabaja duramente en silencio y oculto durante tanto tiempo? ¿Por qué? Aunque se haya hecho hombre, ¿un Dios tiene que hacer eso?…
Y la respuesta más apropiada parece ser una como ésta: -Porque había que quitar al trabajo la marca de la maldición que muchos se han empeñado en imponerle.

Piensan algunos que el trabajar en oficios manuales es cosa de antiguos esclavos o de personas tenidas hoy de menos en la sociedad. Cuando es todo lo contrario. El trabajo, empezando por el del hogar o el del artesano, es lo que más dignifica al hombre. Hasta el escritor romano, antes de que apareciera el Trabajador de Nazaret, decía con orgullo y satisfacción, con frase bien conocida: -¡Mi padre es labrador!…

Una pregunta más: -¿Por qué ese trabajo de Jesucristo había de pasar oculto a los ojos de la sociedad? ¿Es que no podía haberse hecho célebre a poco que Él quisiera?…
Es cierto que Jesucristo podría haber lucido con su trabajo un poco más, hasta hacer correr su fama por todos los rincones del Imperio. Pero optó por acomodar su trabajo al de los pobres y los humildes, que son la gran mayoría. Con ello, asestaba un golpe fuerte al ansia de presumir que consume a tantos.

Y cabe también pensar: -¿Cuáles podían ser los frutos de una vida de trabajo, de sencillez y pobreza, y no de desahogado bienestar?… No eran de malestar, sino de felicidad muy sentida. Porque lo más llamativo y que más admira es la concordia, la paz, el amor con que viven los tres componentes de aquel hogar dichoso, donde reinó como nunca y en ninguna otra parte el clásico “Un solo corazón y una sola alma”.
En las casas de Nazaret modernas, como en aquella primera de Galilea, se hace todo sin más recompensa que la mirada cariñosa de Dios.

Como lo intuyó un muchachito, tal como lo cuenta una gran educadora (Jeanne Cappe). El niño observa los platos acumulados en la cocina en la noche del domingo, y se dice: -¡Pobre  empleada cuando llegue! ¡El trabajo que le espera!… Deja el juego que tenía preparado —la construcción de un avión—, y se pone a fregar la vajilla. Lo ve su hermanita, y le echa una mano. Viene la mamá, que se queda admirada. Se lo comunica a su esposo, y al ver el papá la acción de los dos niños, dice orgulloso de sus hijos: -¡Esto se debe premiar!
 Saca un billete de diez dólares —fortuna inmensa para un niño—, y se lo entrega al pequeño: -Toma, hijo mío. Te lo mereces.
Pero el pequeño de once años, con orgullo y dignidad, contesta: -No, papá; no lo acepto. Por una buena acción no se recibe nada en cambio. Una buena acción se hace porque se tiene que hacer, y esto no se paga.

Esto pasaba en Nazaret, donde todos hacían el bien sin meter ningún ruido. Cada uno de sus tres miembros tenía sólo un ideal, que respondía a la pregunta más sencilla: -¿Qué quiere Dios de mí?
Se lo preguntaba José, el responsable que ha de enseñar nada menos que a un Dios cómo se cepilla la madera y se fija en ella un clavo…
Se lo preguntaba María, que seguía con su precisa cantinela: -Que se haga en mí su voluntad…
Se lo preguntaba Jesús, del que ya dicen ahora sus paisanos lo que dirán después las gentes: -Todo lo hace bien (Marcos 7,37)
¿Se ha perdido este ideal de hacer bien todas las cosas, mirando sólo el deber, el querer de Dios?… No se ha perdido en las familias cristianas, ni mucho menos. ¡Y qué pocas lágrimas se derraman cuando en la familia manda el amor y sólo se quiere lo que quiere Dios!…
     
¡Hogar de Nazaret! Cielo en la tierra… Lo miramos mucho, y lo podemos mirar más. ¡La felicidad que habría en la tierra si todas las casas fueran como aquel rinconcito de cielo!…

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