¡Libertad!… ¿Hasta dónde?

23. diciembre 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Una canción, revolucionaria hasta más no poder, terminaba sus disparates con esta palabra, repetida por tres veces con espíritu casi infernal: ¡Libertad, libertad, libertad!… Una palabra sagrada, convertida en santo y seña de crímenes abominables. Nosotros pensamos ahora en esta palabra y vemos cómo la libertad es uno de los mayores dones que Dios nos ha regalado. Cómo con libertad son felices los pueblos. Cómo hemos de defender la libertad social y personal contra cualquiera que la ataque.

La libertad es tan sagrada que el mismo Dios nos respeta hasta lo sumo.
Dios nos da conciencia de nuestra dignidad personal; nos da conciencia de su ley impresa en nuestros corazones; nos da conciencia de nuestra vocación a la vida divina y a la gloria. Pero nos respeta tanto, que, mientras nos da todos los medios para salvarnos, la resolución definitiva la deja a nuestra libre elección, y nos cuestiona:
– ¿Quieres, sí o no? ¿Aceptas o no aceptas? ¿Me quieres o me dejas?…
Estas son las preguntas que Dios nos hace a cada uno en lo íntimo de nuestra conciencia..
Ya se ve entonces que si Dios nos quiere libres ante Él mismo, mucho más nos quiere libres ante los hombres, puesto que todos somos iguales y nadie tiene poder sobre otro.

No vamos a recordar lo que todos tenemos muy metido en la memoria y que ya resulta un tópico cansón, eso de las grandes esclavitudes del último siglo, como los campos de concentración nazis o los gulag del comunismo ruso, o bien los dictadores personales y las dictaduras de partido en muchas naciones. Todo eso ha convertido en esclavos a millones y millones de seres humanos.

Nosotros disfrutamos la libertad en un pueblo demócrata. Esta libertad es la que el Papa de la Cuestión Social, León XIII, calificaba de buena y apetecible, porque no permite que el hombre se someta a la tiranía abominable de los errores y del vicio (León XIII, Inmortale Dei)
Porque nos exponemos a caer en una esclavitud peor que la impuesta por un dictador.
Somos los propios ciudadanos quienes podemos someter a esclavitud a los demás. El crimen común, los robos y los asaltos, la desobediencia a las leyes justas de la nación, la corrupción de unos y de otros, la injusticia opresora del pobre, todo eso que perturba el orden social, es la causa de que no disfrutemos la libertad tan soñada por todos.

Esto lo expresó magníficamente el Presidente mártir de Ecuador, García Moreno, cuando proclamaba:
– Libertad para todos y para todo, excepto para lo malo y los malhechores.
¿Qué sentido podemos dar a estas palabras del egregio Presidente? Que todos tenemos la responsabilidad de actuar como personas libres para que nadie por culpa nuestra caiga en la esclavitud. Responsabilidad que recae sobre la conciencia de los gobernantes y sobre la conciencia de cada ciudadano.
Un ejemplo nos ilustrará esta realidad. Todos sabemos lo que significaba antes la discriminación racial en los Estados Unidos. ¿La culpa? Lo mismo era de la legislación que de la gente. Un Obispo famoso, hijo de un emigrante irlandés y de una esclava mulata, veía la discriminación de que eran objeto las personas de color, atropelladas por leyes injustas y por el desprecio social. El gran Obispo calmaba a todos:
– Tranquilos. Tengamos paciencia. Dios sobre todo, que está a nuestro favor. Cuando yo salí del Seminario, decían todos: Mirad a ese proscrito, que se avergüenza de mostrar su cara en Boston.
Pero el nuevo sacerdote valía mucho, y sus adversarios empezaron a no tolerar su carrera ascendente. Hasta por las calles repetían los niños lo que oían decir a los mayores:
– El Obispo es un negro, ese Obispo en un negro…
El pobre Obispo no sabía qué hacer. Por dos veces presentó la renuncia al Papa León XIII, y por dos veces el Papa la rechazó. El Obispo entonces se propuso desmentir con su vida tanto recelo, y se convirtió en la gloria de los de su color. Durante veinticinco años gobernó como nadie una importante diócesis de Estados Unidos y su memoria llegó a ser casi un mito, una leyenda viva… (James A. Healy, Obispo de Portland, Maine, de 1875 a 1900))

En este hecho vemos lo que son de injustas algunas costumbres sociales. Pero vemos también lo que puede una persona que hace valer su libertad.  
Como hombres, todos somos iguales y no hay nadie superior a otro.
Como ciudadanos, todos estamos bajo el imperio de una misma Constitución
Como cristianos, todos hemos recibido el mismo Bautismo, todos somos hijos de Dios, todos estamos llamados al mismo fin eterno, todos compareceremos ante el mismo tribunal de Dios sin privilegio alguno  que pueda modificar la sentencia merecida.
¿Dónde está, entonces, la superioridad de unos sobre otros? ¿Quién tiene derecho a despreciar y sojuzgar a nadie? ¿Quién es tan libre que pueda convertir su libertad en libertinaje?
La libertad convertida en libertinaje es una maldición que muchos hombres se echan encima.
El abuso de la libertad ciudadana y social engendra dictadores de unos sobre otros. Si hay esclavos y víctimas inocentes es porque antes hay quienes abusan de la libertad que les da el mismo pueblo libre.

Dios nos ha hecho libres a todos y a todos nos ha dado el sentido de responsabilidad. La libertad bien usada consigo mismo es la fuente de la paz con la propia conciencia. Y cuando sabemos cantar nuestra libertad —sin espíritu revolucionario, sino con luz de fe y sentido social—, entonces contribuimos, mejor que nadie, a la felicidad de cada uno y a la tranquilidad de todos.

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