La misión del laico en la Iglesia

18. febrero 2021 | Por | Categoria: Iglesia

¿Qué somos y qué hacemos hoy los laicos en la Iglesia y para el mundo? Esta pregunta parece ser muy sencilla, pero entraña lo más hondo de nuestra vocación cristiana.
A nivel personal, sabemos que cada uno tiene un fin último insoslayable, como es la salvación definitiva. Para ella nos eligió Dios. O nos salvamos, o nuestra existencia habrá sido un fracaso total e irremediable. Esto lo sabemos desde que somos niños, porque es lo primerísimo de nuestra vocación cristiana.
Pero la pregunta va por otros derroteros. Como cristianos, ¿no tenemos ninguna misión especial que cumplir? ¿No nos ha encargado Jesucristo algo muy concreto en bien del Reino, precisamente a nosotros, los laicos, que somos el común de la masa de los creyentes?

Hoy los laicos hemos adquirido conciencia de que somos Iglesia, la Iglesia, y que la “misión” de la Iglesia nos toca de lleno a nosotros.
Jesucristo nos dijo: “Sois la luz del mundo”, y tenemos que iluminar. “Sois la sal de la tierra”, y tenemos que sazonar todas las cosas. Somos el fermento metido en la masa, y tenemos que transformar el mundo en todas sus estructuras, en todas sus realidades, de modo que sea un mundo digno de Dios.

Un obrero comunista y ateo, sindicalista y revolucionario, conoce por fin a Cristo, se le da por entero y con pasión, y se pregunta con enorme sentido de responsabilidad: -¿Y ahora, qué? ¿A cruzarme de brazos? ¡No! Mi vocación es ser revolucionario, revolucionario siempre. Sólo que ahora no serán la hoz y el martillo mis consignas, sino la Cruz con que Cristo nos salvó. No empuñaré las armas que derramarán sangre ajena, sino que, como mi nuevo Jefe, derramaré mi propia sangre si es preciso para bien de los demás.
De los sueños idealistas pasó a las obras. El contacto con los miembros de las Juventudes Obreras Católicas le hizo entender muy pronto la espiritualidad del apostolado, y se la formuló así:
– Es cuestión de vivir a Cristo y, después, a saber darlo. Mi trabajo ha de ser oración, y la oración me ha de llevar a trabajar más y mejor. Hay que formar células con cada grupo de la fábrica. Hablar de Cristo sin miedos y arrastrar a todos a amar a Jesucristo, a trabajar por Él, a cambiar el odio en amor.

Este comunista convertido sabría o no sabría mucha doctrina cristiana, pero entendió la misión de la Iglesia y la suya propia de manera envidiable, misión que no es otra sino evangelizar y santificar el mundo en el quehacer de cada día. Misión que no toca precisamente a los pastores de la Iglesia, sino a todos los cristianos por el mero hecho de ser unos bautizados.

Cuando se tiene conciencia de esta misión, la vida cristiana cambia radicalmente y el egoísmo y la pereza no tienen cabida en ella, pues llega el momento de decirse con convicción profunda:
– No estoy en el mundo para salvarme yo en solitario, sino que debo salvar conmigo a todo el mundo. Cristo me necesita para que le ayude en la salvación de todos.
Eso es entender la misión que Jesucristo nos confía a los laicos dentro de su Iglesia.

Hemos de decir que si esto ha sido válido en todos los tiempos, no en todos los tiempos, sin embargo, se ha tenido la debida conciencia de semejante deber.
Era muy cómodo para nosotros, los laicos, el pensar y el decir que eso les tocaba a los obispos, a los curas y a las monjas, pues para eso se habían entregado del todo a la Iglesia. Hoy ya no se piensa así, gracias a Dios. La Iglesia, por el Papa y los Obispos, se ha encargado de decirnos muy oportunamente que esa tarea nos toca a nosotros, precisamente porque estamos metidos de lleno en el mundo y en todas sus realidades temporales.

Esto se hace hoy más urgente al ver la realidad a que estamos abocados a principios de este Tercer Milenio. Por lo que hoy llamamos la globalización, todo está llamado a tener dimensiones planetarias. Y las perspectivas no son precisamente muy halagüeñas. Los avances de la ciencia, no sujeta a las normas de la ética, nos van a llevar a extremos lamentables. Veremos qué pasa con eso de la bioética, la clonación y no sabe uno cuántas cosas más…
Se dice que el mundo se va a encontrar con hombres y mujeres atrofiados, sin sentimientos, puras máquinas de carne… O el mundo acepta las leyes impuestas por Dios a la Naturaleza, o habremos de pagar todos las consecuencias…
¿Y a quién, sino a nosotros, nos toca metalizar, cambiar criterios, frenar leyes inmorales, e imponer el respeto a la moral que dicta la conciencia?…

Por otra parte, el mundo de hoy reclama imperiosamente más justicia social, de modo que desaparezcan tantas diferencias injustas entre ricos y pobres. Las luchas sociales no llevan a nada, sino a más odio. Hay que dar a amor a la par que justicia. Un sociólogo —muy creyente además—, lo expresaba así:

* La experiencia mejor me la dan los pordioseros a quienes ayudo con alguna limosna. A ese pobre tendido en la calle le alargo unas monedas sin decirle nada y no me responde ni con una mirada. Le doy las mismas monedas, pero me entretengo en decirle unas palabras, a preguntarle por qué tiene al brazo así o la pierna asá, si fue por accidente o es de nacimiento, le doy un golpecito en el hombro… Ese pobre me responde con una sonrisa impagable… Esto mismo ocurre con la cuestión social. Si vamos por la justicia fría, las heridas no se cicatrizan nunca. Si actuamos con amor y por amor, mirando en el hombre la dignidad de una persona y el valor de un hijo de Dios, se consigue todo.

El desafío que tenemos planteado los laicos como hijos de la Iglesia es apasionante. Queremos cambiar el mundo, ¡y lo podemos cambiar! Esto no es un ideal ilusorio. Es una misión que nos confía Jesucristo a los que somos su Iglesia. ¿Respondemos o no respondemos?…

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