Extremando la elegancia
27. enero 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesTodos nos sabemos más que de memoria la palabra de Jesús, divina pero también muy humana: Tratad a los demás como queréis que los otros os traten a vosotros mismos. San Pablo, que sabía bien la palabra del Señor, les pide casi patéticamente a los de Efeso: ¡Os conjuro que os portéis de una manera digna de vuestro estado de cristianos: con toda humildad, mansedumbre y paciencia!
Con palabras semejantes, tanto Jesús como el Apóstol se ponen delante de nosotros para decirnos:
– ¡Por favor! Ya que sois unos especialistas en el amor —pues nadie ama como un cristiano—, que todos vean, por la elegancia de vuestro trato, al Dios Amor que lleváis dentro! ¡Sed el rostro delicado de Dios! Vuestra manera de proceder ha de llamar la atención de todo el mundo, hasta que todos digan: ¡estos cristianos son únicos de verdad!…
Nos damos cuenta de que al hablar así nos movemos en el terreno más típicamente cristiano, como es el del amor, manifestado por un trato mutuo que arrastra a los demás para poderlos llevar hacia Cristo.
No se trata simplemente de educación social, sino de algo muy superior. Se trata de sacar hacia fuera el amor hacia los demás que nos llena el corazón. El amor de Dios, derramado en nuestros corazones, nos hace cristianos. Ese mismo amor, saliendo hacia fuera con modales finos, nos delata como seguidores de Cristo, el caballero más elegante que ha discurrido sobre la tierra…
¿De dónde nace nuestra obligación de ser distinguidos en el trato con los demás?
Primeramente, no es cuestión de elevarnos a grandes alturas de la revelación de Dios. Nuestra condición de hombres y de mujeres nos impone deberes mutuos que no podemos esquivar. ¿Se puede pasar el día al lado de gente amargada, triste, quisquillosa?… Sería una barbaridad el exigirlo a cualquiera. Todos tenemos derecho a una vida agradable, y, por lo mismo, todos tenemos obligación de ser agradables a los demás, porque donde hay un derecho de los otros hay también una obligación nuestra. El tratarnos con delicadeza es cuestión de simple convivencia humana.
Pero el cristiano mira la cosa de manera mucho más profunda. A la simple educación y cortesía une siempre el amor, porque trata a los demás no sólo con el respeto que merece la persona humana, sino con ese amor sobrenatural que le viene del mismo Dios.
Una escritora nos cuenta sus recuerdos de niña y la lección que recibió de su papá, dueño de un hotel:
– Hijita, tráeme un vaso de agua.
La niña corre, trae el vaso en la mano y se lo entrega a papá, que se pone furioso como si hubiera recibido un vaso de veneno:
– ¿Así se hacen las cosas? ¡Ven aquí conmigo!
La lleva a la cocina y abre el armario donde está toda la vajilla.
– ¿Ves lo primero que se hace? Se toma una bandeja. La bandeja se cubre con este mantelito. Ahora se pone un platito encima y lo cubres con un pañito. Colocas el vaso de agua fresca sobre el platito así cubierto. Si hay flores, estaría muy bien que tomaras una y la colocaras delicadamente en la bandeja.
Nosotros nos diríamos: ¡Dios mío, cuánta complicación! Si ese papá va a volver loca a la pobre criatura… Pero, no. El papá era muy buen pedagogo, y sabía lo que se hacía. Lo reconocería después la hija, que nos dirá cuando ya sea mayor y tenga mucha experiencia de la vida:
– Mi papá me enseñó que esa cortesía indicaba al huésped que él era una persona importante, que se le trata con respeto, y que tanto un príncipe como un mendigo merecen ser tratados del mismo modo.
Cuando así nos sabemos tratar, hacemos que la convivencia entre los hombres no sea una farsa ni una hipocresía, y ni tan siquiera una muestra de simple educación, sino una prueba del amor que nos tenemos todos como hijos de Dios.
Para nosotros, además, existe otra razón muy fuerte. Estamos empeñados en llevar a todos el mensaje de la salvación. Y este compromiso nos coloca ante el deber de hacer atrayente a ese Jesucristo que nosotros anunciamos y que es todo amor.
El Evangelio no se refleja en caras arrugadas, sino que se delata por sí mismo en miradas cariñosas, en sonrisas simpáticas y en palabras de bondad. Para nosotros, el ser elegantes en el trato es un deber.
Porque somos hombres y mujeres educados.
Porque amamos y queremos sembrar amor.
Porque somos portadores del mensaje salvador de Dios.
Porque nos queremos distinguir entre todos para ser entre todos los mejores.
Pocas veces un hombre habrá tapado la boca con más justeza que el Presidente Lincoln a un senador. En aquellos tiempos de lucha racial en Estados Unidos, Lincoln saludó cortésmente a uno de color que le había saludado antes a él. El senador se lo echa en cara de muy mal humor. Y Lincoln le responde con humor excelente: Usted que desprecia al negro, ¿quiere que me deje yo vencer en educación precisamente por él?…
Nosotros amamos, y por eso somos también elegantes, respetuosos y sufridos.
Porque queremos que todos a nuestro lado se sientan bien.
Porque somos constructores de la mejor convivencia entre los hombres.
Porque damos Jesucristo a los demás tal como lo llevamos en el corazón, y a Jesucristo lo sabemos tratar con la finura que El se merece…