Luces en la oscuridad

24. febrero 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Pocas expresiones del Evangelio llevaremos tan metidas en nuestro pensamiento como esta de Jesús, dicha en el sermón de la montaña: Vosotros sois la luz del mundo. San Pablo las traducirá después en una gloriosa afirmación: Vosotros brilláis como antorchas en el mundo, como quiera que, según el mismo Apóstol, aquellos cristianos primeros eran hijos de la luz; porque, como asegurará también Juan, nosotros caminamos en la luz (Mt. 5,14. Filp. 2,15. Ef. 5,8. 1J 1,7)

Es una comparación del Señor y de los Apóstoles que no necesita explicaciones. Todos entendemos sin más lo que significa: ser luz no es otra cosa sino proceder tan limpiamente en nuestra vida cristiana, que,  cuando nos contemple el mundo, quede lleno del esplendor del Evangelio.
Es ésta una iluminación como la del sol. El sol llena con su luz la tierra sin pronunciar una sola palabra. Le basta salir por el horizonte para que todo quede inundado de resplandor.

Como es natural, nosotros predicamos el Evangelio con nuestra palabra, porque así nos lo encargó Jesucristo. Pero la palabra sola instruye, hace pensar, mueve…; para convencer y arrastrar ha de ir acompañada del testimonio. El que oye tiene también que ver, y ver más que oír. Porque al ver cómo el que habla vive también lo que dice, entonces, y sólo entonces, se convence de la verdad del Evangelio.
El Doctor de la Iglesia San Juan Crisóstomo lo decía así: No tendríamos necesidad de palabras si nuestra vida resplandeciera como debe; ni habría ya paganos, si nosotros quisiéramos ser cristianos verdaderos.

San Francisco de Borja, Duque de Gandía y Virrey de España, muerta la esposa y arreglado lo de los hijos, abandona todo —fama, dinero, amores— y se hace humilde religioso en la naciente Compañía de Jesús. Predica en castellano en el país vasco, no le entiende nadie, pero todos lloran, mientras dicen:
 – ¡Este, éste sí que es un santo de verdad!…
Va a Portugal, le invitan también a predicar, y el Padre se excusa:
– Nadie me entenderá, y además estoy muy cansado del camino. No puedo, no puedo…
– No, si no le digo que predique. Yo sólo le mando que usted suba al púlpito aunque no diga nada. Quiero que todos vean al que dejó todas las cosas del mundo por amor de Dios. Es el sermón mejor y que todos van a entender.

Esta es la filosofía cristiana más profunda y la que el mundo necesita hoy. Cuando nosotros somos luz  dejamos sin respuesta a todos los que se oponen a Jesucristo.
Dios nos ha llamado a ser igual que las estrellas, como nos dice la Biblia por el Profeta Baruc: Las estrellas brillan desde sus atalayas y están llenas de gozo. Dios las llama, y responden: ¡Aquí estamos! (Baruch 3,35)
Nuestra vida cristiana, cuando la llevamos con la integridad que nos pide Jesucristo, es para los demás una estrella que los ilumina y les invita a subir a aquellas alturas donde los espera Dios también a ellos, llamados a la misma vida eterna por la que suspiramos nosotros. Nuestra vocación es ser una estrella…
Todos estamos interesados en hacer algo por el mundo, al que tenemos que llevar la salvación de Jesucristo, y cada uno aporta lo que puede, aunque todos sabemos cuál es la primera aportación que se espera de nosotros. El mundo se salvará de sus males sólo por Jesucristo, y creerá en Jesucristo sólo por el testimonio de nuestra fe.

Si nuestra vida cristiana es cristiana sólo a medias, proyecta una luz muy tenue, una luz que casi ni se ve en la noche de la incredulidad moderna.
Nos podría ocurrir como a una población del siglo quinto. Cesadas las persecuciones del Imperio Romano, todos los habitantes habían abrazado el cristianismo, pero lo amalgamaban con muchas prácticas paganas y una conducta inaceptable según las normas del Evangelio. Severino, el santo apóstol de aquella región tan vasta, llega a la población, reúne a todos en la iglesia, les pide que ayunen durante tres días y, al tercero, que vengan de nuevo al templo por la noche trayendo todos una vela. Apagadas todas las luces, y, en medio de la oscuridad, Severino invoca a Dios:  
– Señor, ¡envía tu luz! ¡envía tu luz!…
El Señor le escucha, y se encienden de repente las candelas de unos mientras que las de los otros permanecían apagadas. Todos temen algo, pero Severino los tranquiliza, les hace ver la verdad y les anima:
– ¿Ven? Los que siguen creyendo en los ídolos y los que se rinden a costumbres paganas permanecen en la oscuridad. Sólo son luz en el Señor los que tienen una fe viva y dan testimonio de ella con una conducta digna del cristiano. ¿Por qué no tienen todos la lámpara prendida, preparados para cuando el Señor se presente?…

Ante un caso tan curioso como éste, casi nos vienen ganas de preguntarnos con un poco de buen humor: Si hoy apareciéramos todos nosotros en medio de la noche con la vela del Bautismo en nuestras manos, ¿cuántas estarían prendidas, cuántas apagadas?…
Podemos dejar de lado las preguntas humorísticas y volver a la seriedad y el optimismo de Jesús y de los Apóstoles cuando nos dicen que somos luz, luz esplendorosa en un mundo que la necesita de verdad.

Al ver el mundo nuestra fe, al comprobar la autenticidad de nuestro amor, al contemplar cómo rezamos, al ver cómo no nos dicen nada las prácticas que paganizan nuestra sociedad, al vernos alegres en la seriedad con que tomamos el Evangelio…, no dejará ciertamente de preguntarse: ¿quién está equivocado y quién acierta?… Acusarnos a nosotros sería acusar a Jesucristo, y esto no harán. Acabarán, no lo dudemos, dándole la razón a Jesucristo y nos la darán también a nosotros.

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