En la fe de mi Iglesia

25. marzo 2021 | Por | Categoria: Iglesia

Un buen hombre, en su sencillez cristiana, se había dejado enredar por predicadores extraños y abandonó la fe en que había sido bautizado. No podía con los remordimientos, los cuales, sin embargo, eran una verdadera gracia de Dios. Discutía con un compañero que, a pesar de haber sido tentado en su fidelidad a la fe católica, supo mantenerse firme y se sentía feliz. Soy testigo de lo que me contaba él mismo. No habiendo manera de convencer de su error al que había abandonado la Iglesia, le dijo al fin:
– Bien, vamos a ver, ¿de qué se trata? De que consigamos la vida eterna, ¿no es verdad?
– Cierto.
– O sea, como si aquí en la Capital nos proponemos los dos ir hasta el Hipódromo. Tú tomas la Avenida Central y yo tomo la Circunvalación. Los dos llegaremos, ¿no es así?
– Claro.
– Pues, es lo que te digo yo. El caso es que nos encontremos juntos allá arriba cuando nos llegue la hora. En el Cielo no discutiremos por qué camino hemos llegado. El caso es haber llegado bien. Pero me temo una cosa: que uno de nosotros dos esté yendo por camino equivocado. Y yo sé de cierto que el mío no es el equivocado (De esta primera parte soy testigo, P.G. Cmf. Lo que sigue, de Docete, IV, 387, 8)

Al otro se le aumentaron mucho más los escrúpulos y las dudas. Al fin, cedió y fue a visitar a su Párroco. Al firmar la abjuración, no podía casi mover la pluma. Y respondió al sacerdote, que le preguntaba de donde le venía tanta emoción:    -¡Padre, me siento tan feliz por poder estar nuevamente en la Iglesia!

Esto es una historia repetida a lo largo de todos los siglos cristianos. ¿A qué obedece el ceder a una tentación muy peligrosa? ¿Tan malos resultan los dones más preciados que Dios nos ha regalado en su Iglesia? ¿No vale la pena estar prevenidos, para no jugarse a la última carta el destino eterno?…
Por otra parte, al dejar a nuestros hermanos separados —con todo respeto y con todo amor— en su buena fe en la cual nacieron, ¿podemos decir que lo mismo da una fe que otra?

Nosotros nos dejamos de discusiones, que no las queremos de ninguna manera, y miramos sencillamente los bienes enormes que nos comunica Dios dentro de la Iglesia.

Ante todo, la seguridad de nuestra fe. Si alguna cosa distingue al católico es la certeza de su fe. Dentro de la Iglesia, mientras nos mantenemos fieles a la enseñanza de nuestros Pastores, no tenemos dudas. El amigo que le invitaba al otro a ir al Hipódromo, lo manifestó de manera inatacable: De lo que estoy seguro es que mi camino no es el equivocado. En la Iglesia Católica hay un Magisterio en el cual no caben opiniones opuestas. Estamos muy lejos del caos, de la incertidumbre, de la duda, del error en cualquiera de sus formas. El que afirma con obstinación algo contrario a lo que enseña el Papa con los Obispos, por sí mismo se aparta de la Iglesia y deja de pertenecer a ella.
     ¿Valoramos el bien que esto entraña? ¿Nos damos cuenta de lo tranquilos que vivimos en nuestra fe?
     La vida de Cristo, es decir, la Gracia —aunque Dios no la niega a nadie de buena fe—, en la Iglesia se nos comunica de manera realmente sobreabundante e inimaginable. Solamente con la Eucaristía, en la cual recibimos a Jesús realmente presente, recibimos la Gracia a torrentes.
Y la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía hace que nuestra piedad sea dichosa como no se puede dar en ninguna otra confesión religiosa. Lo decía de sí mismo un cristiano de otra iglesia, alma noble de verdad: -Si yo pudiera creer en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, como lo creen los católicos, yo no me movería de delante de la Santa Hostia. Pasaría toda mi vida ante ella embelesado.
Esta dicha la disfrutamos los católicos, tal vez sin valorarla debidamente.

Otros dones especiales del Espíritu Santo se manifiestan en nuestra fe. Por ejemplo, la piedad tierna, tan especial, tan única, hacia la Madre que Jesucristo nos dio moribundo en la cruz. La Virgen María juega un papel muy importante dentro de la Iglesia. Madre del Cristo total, del que es la Cabeza y de los que somos sus miembros, Ella cuida de nosotros con solicitud verdaderamente maternal. La Virgen María no solamente llena de gracia —de la Gracia, de la vida de Cristo— a la Iglesia, sino que la llena también de ternura, de cariño, de poesía… Sin la Virgen María no se entiende la manera de vivir en la Iglesia.  

Como también la veneración al Papa. Es algo connatural a piedad cuando estamos convencidos de que el Papa es el Vicario de Jesucristo. En uno de sus viajes, el Papa Juan Pablo II visitó el monasterio de Santa Teresa de Jesús en Avila. Acudió una enorme cantidad de monjas, dispensadas de su clausura para aquel acontecimiento. Y aquello fue una locura: gritos, aplausos, lágrimas… La priora del convento carmelitano de Santa Teresa hizo ante los reporteros el comentario más atinado que se podía hacer: -Si esto es el encuentro con su Vicario, ¿cuál y cómo será en encuentro que nos espera con Jesucristo?

     Finalmente, cabe mencionar la paz con que se muere en la Iglesia. En ella se ha contado con el perdón mediante un Sacramento instituido por Jesucristo, y se cuenta con otro Sacramento expreso para ese instante decisivo. Nadie se arrepiente de haber perseverado en su fe. Otros caminos —si se han recorrido con fe y conciencia recta ante Dios— pueden dar paz en el instante supremo. Pero la seguridad de quien muere en la Iglesia, no la vemos fácilmente fuera de ella.

     No acortamos la mano de Dios, que salva por mil medios a los que Él ha elegido. Pero nuestra gratitud no tiene límites cuando vemos lo que nos dispensa en su Iglesia. En ella nacimos y en ella moriremos. En ella tenemos el camino que sabemos es seguro, muy seguro, seguro como no hay otro…

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