Mi Iglesia, admirable…
8. abril 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaHe leído últimamente el hecho de una Religiosa, Fundadora de una Congregación, que me ha causado verdadero asombro. La buena monja escribe a sus religiosas una carta en que les comunica:
“He pensado fundar dos leproserías en tierras de misión, y voy a necesitar Hermanas enfermeras para dichos institutos”.
Hasta aquí, nada: una simple noticia. En ese tiempo, todavía reciente, la lepra se contraía con relativa facilidad y no se curaba de ella tan fácilmente, pues faltaban los medios que tenemos ahora. Para no asustar a las posibles candidatas, la Fundadora añade algo tímidamente:
“Tengan por seguro que no voy a obligar a ninguna a dedicarse al cuidado de los pobres leprosos, tan amados del Corazón de Jesús, pero que son objeto de espanto para todo el mundo”.
Y la preocupada Fundadora hace la llamada final:
“La que se sienta con voluntad y tenga deseos de entregarse para esta misión, puede enviarme su nombre. No necesito más que seis candidatas”.
Salió la carta a toda la Congregación, ¿y cuántas contestaciones llegaron con el nombre de las voluntarias? ¡Más de mil! Y se necesitaban solamente seis… (Santa María de la Pasión, Franciscanas Misioneras de María)
Les digo la verdad: he sentido verdadero orgullo de pertenecer a la Iglesia Católica. ¿Dónde sino en ella se da un hecho semejante?…
¿Y por qué la Iglesia puede mostrar ejemplos así? Muy sencillo, porque tiene el espíritu de Jesucristo, su amor, su generosidad, su decisión, y sabe entregarse sin medida, sin fronteras, a todos, a los más necesitados, a aquellos de los cuales huye todo el mundo.
Después de leído eso de las mil voluntarias, me he puesto a considerar la grandeza de la Iglesia, de mi Iglesia. Y las imágenes se me acumulaban en la mente.
Por poca historia que se sepa, pronto vemos que no ha habido institución en el mundo parangonable con la Iglesia Católica. Sin complacernos morbosamente en glorias vanas, los hechos nos dicen que solamente porque es obra de Dios ha podido la Iglesia llegar al punto en que hoy se encuentra.
Su extensión por todas partes, conservando a la vez su unidad, sin constituir un rompecabezas, es algo que no se entiende.
Su duración por dos milenios a pesar de tanta persecución, es algo que aún se entiende menos.
Esa sucesión ininterrumpida de más de doscientos sesenta Papas a estas horas, es un hecho único en la Historia.
El caso tantas veces contado de Napoleón, que, después de tener a toda Europa bajo sus botas, cae prisionero de los ingleses y es relegado a la isla de Santa Elena, perdida en la inmensidad del océano. Se hallaba al atardecer sentado en una roca de la costa, sumido en sus pensamientos, y desde la torre de la iglesia vecina le llega el sonar de la campana que invita a rezar el Angelus. Napoleón inclina la cabeza, y permanece así meditativo largo rato. En medio de aquella soledad tan solemne, dice a su acompañante:
– Los pueblos pasan, los tronos se hacen añicos; la Iglesia perdura siempre.
Sobre este hecho de la extensión, duración y pervivencia de la Iglesia en medio de tanta persecución levantada contra ella —hecho comprobado por cualquiera que abra los ojos y sepa leer la Historia—, el creyente contempla otros hechos internos más admirables aún.
La doctrina más pura y limpia que se conoce…
La enseñanza tan llena de autoridad de que gozan sus pastores…
La autoridad moral de esos pastores que el Espíritu Santo le pone al frente para gobernarla…
La seguridad con que presenta el Evangelio en toda su integridad al mundo, sin componendas ni medias tintas, para ser fiel a Jesucristo, el cual vino a dar testimonio de la verdad y que confió esa verdad a su Iglesia, para que también ella dé testimonio hasta el final del mundo…
Todo esto es admirable, pero no es lo más importante todavía. Porque lo más grande de la Iglesia es la santidad de que se ve revestida y los frutos de santidad que produce. En medio de todos sus fallos humanos —porque la Iglesia está constituida por seres humanos y no por ángeles del cielo—, la Iglesia proporciona al mundo tal cantidad de santos, hombres y mujeres de una grandeza moral tan superior, como no los puede presentar ninguna otra institución humana.
Aunque la Iglesia Católica tampoco los podría presentar si no fuera porque, sobre su elemento humano, cuenta con otro elemento divino, Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, Esposo de la Iglesia, vida misma de la Iglesia.
El exteriorizar ahora esta admiración por la Iglesia nos lo han sugerido las mil y pico voluntarias para dos centros de leprosos. El asombro nos ha podido nacer, seguramente, de lo inexplicable que resulta el ver a tanta joven —en la plenitud de la vida y cuando más les sonríe el amor— jugárselo todo tan bonitamente por aquellos que el mundo abandona, porque le dan miedo. Cierto, que hay para asombrarnos.
Pero el asombro desaparece cuando a la Iglesia se le mira unida a la vida y a la misión de Jesucristo. El que murió en la Cruz, resucitó y mandó su Espíritu Santo, vive en la Iglesia con fuerza renovada siempre. Es inútil que se levanten contra ella las fuerzas del mal, porque Jesucristo es más fuerte que todos.
Los hijos de la Iglesia podemos y debemos mantenernos siempre en la humildad cristiana. Pero esa humildad no está reñida con el reconocimiento de la obra de Jesucristo en su Iglesia, a la que ha hecho verdaderamente admirable…