Iglesia y Eucaristía
29. abril 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Iglesia¿Queremos saber cómo la Iglesia ha celebrado en nuestros días la Sagrada Eucaristía? No lo ha hecho solamente en la paz y solemnidad de los templos, tanto en las misas dominicales como en las silenciosas de cada día, sino en las cárceles y en los campos de concentración, manifestando así que donde hay Iglesia hay Eucaristía, y que la Eucaristía crea siempre iglesia. Hoy lo vamos a ver con un ejemplo preclaro.
Un Obispo, sucesor de los Apóstoles, ha celebrado la Eucaristía modernamente de manera conmovedora. Su narración pasará sin duda a las páginas de la historia moderna de la Iglesia. Es el mismo Obispo quien lo contó todo en los Ejercicios Espirituales que dirigió al Papa y al personal del Vaticano en el Año del Jubileo. Para nosotros será una lección inolvidable de amor al Señor en el Sacramento. Escucharemos sus propias palabras, que no tienen desperdicio, testimonio de un gran testigo de la fe en las cárceles comunistas de Vietnam por muchos años. Dice así el insigne Arzobispo:
«Cuando fui encarcelado el año 1975, se me ocurrió inmediatamente una pregunta angustiosa: ¿Podré celebrar todavía la Eucaristía? De momento vino a faltarme todo, pero el pensamiento estaba en lo principal: ¡El Pan de la Vida!, conforme a lo de Jesús: “Quien coma de este pan vivirá eternamente, y yo lo resucitaré en el último día”. Cuántas veces me he acordado de la expresión de aquellos Mártires en el siglo cuarto: “No podemos vivir sin el Cuerpo del Señor. No podemos pasar sin la celebración de la Eucaristía”. En todos los tiempos, pero especialmente en los de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio de Cesarea nos recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía en medio de las persecuciones: “Todo lugar donde se sufría se convertía para nosotros en un puesto de la celebración… lo mismo un campo, que un desierto, que un barco, que una posada, que una cárcel”.
Vuelvo a mi propia experiencia. Cuando me arrestaron en 1975, hube de marchar con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir una carta pidiendo lo más imprescindible, ropa, dentífrico… Escribí: “Por favor, mandadme un poco de vino, como medicina contra mi mal de estómago”. Los fieles entendieron muy bien. Y cuando llegó la botella, los policías me preguntaron: -¿Tiene mal de estómago? Yo respondí: Sí… Y ellos: -Aquí viene un poco de medicina para usted.
No podré expresar nunca la enorme alegría que experimenté. Cada día, con tres gotas de vino y una de agua en la cavidad de la palma de la mano, celebré la Misa. ¡Este era mi altar y ésta era mi catedral!
Ya tenía la verdadera medicina del alma y del cuerpo, conforme a lo de Ignacio de Antioquia: “¡Medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino medio para tener siempre la vida de Jesús!”. Cada vez tenía la oportunidad de extender mis manos y clavarme en la cruz de Jesús y de beber con Él el cáliz más amargo. ¡Fueron las Misas más bellas de mi vida! Así, durante años, me sustenté con el pan de la vida y el cáliz de la salvación. En la cárcel sentí latir el mismo Corazón de Jesús dentro del mío. Mi vida era su vida, y su vida era la mía.
Durante años, la Eucaristía llegó a ser para mí y para los otros cristianos una presencia escondida y enardecedora en medio de las penalidades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como ha ocurrido tantas veces en los campos de concentración del siglo veinte.
En aquel campo de reeducación, estábamos divididos en grupos de 50 personas, dormíamos en una cama común y cada uno tenía derecho a 50 centímetros. Nos las ingeniamos para conseguir que conmigo estuvieran cinco católicos. A las 9’30 tenían que apagarse las luces y debíamos ir a dormir. Era el momento de celebrar cada día la Misa, de memoria, encorvado sobre la cama, y distribuir la Comunión pasando la mano por debajo del mosquitero. Habíamos fabricado unas bolsitas con las cajetillas de cigarros para conservar el Santísimo y pasarlo a los otros. Jesús Eucaristía estaba siempre en el bolsillo de la camisa.
Cada semana se tenía la sesión de adoctrinamiento comunista, en la que teníamos que participar todo el campamento. Yo y mis compañeros católicos aprovechábamos el momento del descanso para pasar una de las bolsitas a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros. Todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se turnaban en grupos de adoración. Jesús Eucaristía nos ayudaba de modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de su fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez más fuerte sobre los otros prisioneros. Budistas y otros no cristianos abrazaron la fe.
La fuerza del amor de Jesucristo era irresistible. Así, la oscuridad de la cárcel se convirtió en luz pascual, y durante la tempestad germinó la semilla bajo tierra. La cárcel se transformó en una catequesis. Los católicos bautizaron a sus compañeros y fueron sus padrinos. En conjunto, fueron encarcelados unos 300 sacerdotes. Jesús llegó a ser, como decía Santa Teresa de Ávila, “nuestro verdadero compañero en el Santísimo Sacramento”. Jesús nos ha hecho ser Iglesia. “Porque siendo uno solo el pan, todos nosotros somos un solo cuerpo, los que participamos de un solo pan”. Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo”.
Ante un testimonio semejante, no nos toca más que callar. Callar y admirar. Admirar, y hacer de la Eucaristía, gracia de las gracias de Cristo, el centro de toda nuestra vida cristiana.
(El Arzobispo de Saigón Xavier Nguyen van Thuân, trece años prisionero. Creado Cardenal por el Papa Juan Pablo II el 21-Febrero-2001, + 16-IX-93)