Laico y apóstol
13. mayo 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaAsistí a la clausura de un Encuentro de Jóvenes a nivel diocesano, y un muchacho nos sorprendió con esta pregunta incisiva: ¿Saben para qué nací? Y se dio una respuesta contundente:
– Para salvarme y salvar. – ¡Yo no me voy solo al cielo!, – que un buen puñado de hermanos – conmigo me he de llevar.
Hubo aplausos simpáticos al versificador novel, pero a mí se me grabaron hondamente sus palabras. Quien así hablaba no era un seminarista aspirante al sacerdocio, sino un joven que tenía la novia allí, mezclada entre el auditorio. Aquel muchacho había entendido bien la misión del laico en la Iglesia.
No hemos sido bautizados para ser de Cristo aisladamente, ni para ir al Cielo egoístamente de uno en uno, sin que nos importe nada de los demás. Sino que somos cristianos para salvarnos en racimo, ayudándonos los unos a los otros.
Esta convicción, muy metida en algunos Movimientos de apostolado, ha hecho que los laicos hayamos adquirido conciencia de nuestra responsabilidad en la empresa de la salvación traída por Jesucristo. La salvación de muchos hermanos está ligada a nuestra entrega generosa. Nuestros Obispos americanos reunidos en Puebla (Puebla 827) nos lanzaban el desafío, que nosotros aceptamos con gozo y con decisión:
– Hacemos un llamamiento urgente a los laicos a comprometerse en la misión evangelizadora de la Iglesia…, siempre en comunión con los pastores.
La gloria del apostolado ya no la dejamos solamente para aquellos gigantes que siempre nos han ilusionado en nuestras tierras: Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, José de Anchieta, Luis Beltrán, Antonio María Claret, Junípero Serra…, Francisca Javier Cabrini o Nazaria Ignacia.
Estamos orgullosos de estos Santos y Santas que tan hondamente metieron el Evangelio en los surcos de nuestra América, pero ahora somos nosotros, los laicos, los que en el metro cuadrado de nuestro ambiente nos empeñamos en sembrar, cultivar y hacer crecer hasta su pleno desarrollo la semilla de la salvación que el mismo Jesucristo nos pone en la mano y confía a nuestro celo.
¿Cuáles son los campos de nuestro apostolado? Son innumerables, como son innumerables las almas que hay que salvar. Allí donde hay un hermano que nos necesita, allí se dirige nuestra mirada, se encaminan nuestros pasos, se vuelca nuestro corazón y se mueven nuestras manos. El alma de ese hermano vale más que el mundo entero. Pero nuestros Obispos nos señalan campos específicos, apropiados para cada uno según sus cualidades, gustos y deseos. Por hoy, nos contentamos con insinuar sólo algunos.
Por ejemplo, las Misiones. ¿Han de salir de nuestra América misioneros como Javier o Comboni, como el Padre Damián o Pedro Luis Chanel?… ¿Y por qué no? ¿Por qué esas glorias han de ser solamente de España e Italia, de Bélgica o de Francia?… Nuestros Obispos lo dijeron claro:
– “Ha llegado para América Latina la hora de proyectarse más allá de sus propias fronteras. Hemos realizado ya esfuerzos misioneros que pueden profundizarse y deben extenderse” (Puebla, 368)
Si se nos pide colaborar con las Misiones, nos aplicamos las palabras de San Juan Vianney: ¿Cómo puede ser buen cristiano el que no ha sentido nunca el deseo de ser misionero?… (Lo decía del sacerdote)
En la catequesis tenemos un campo amplio, grandemente fecundo, apto para tantos apóstoles laicos. Los Obispos nos insisten: “La catequesis debe ser acción prioritaria en América Latina, si queremos llegar a una renovación profunda de la vida cristiana” (Puebla, 377).
¿Cómo nos figuramos muchos que nació la imponente Compañía de Jesús? Vale la pena saber el fundamento que Ignacio de Loyola puso al apostolado de los Jesuitas.
Aquellos grandes maestros que asombraron en el Concilio y las Universidades del siglo dieciséis, empezaron todos por el catecismo de los niños más pobres y en ese ministerio humilde perseveraron toda su vida, conforme a lo mandado por el Fundador:
– “Tengan por especialmente encomendada la instrucción de los niños y de la gente ruda en la doctrina cristiana, pues sin este fundamento no puede levantarse el edificio de la fe; y hay peligro de que los nuestros, cuando fueren más doctos, rehúsen tal vez este trabajo, como menos brillante a primera vista, siendo así que ninguno hay tan útil”.
Si esto quería Ignacio de aquellas lumbreras del saber, ¿pensamos cómo nos engrandecemos a los ojos de Dios y de la Iglesia, si nos damos a ministerio tan bello, ten sencillo, tanto más provechoso cuanto más humilde?…
¿Y qué decir del apostolado con la Familia? ¿Y del apostolado con los Jóvenes en particular? Los Obispos nos señalan este campo del apostolado familiar y juvenil como prioritario para nuestra América Latina, de importancia suma y de urgencia inaplazable.
Y siguen los Obispos indicándonos más campos para nuestra acción apostólica, como son los marginados, los obreros, los enfermos, las comunidades de base… Todos se nos presentan a nosotros, los laicos responsables, como campos de mieses verdeantes, capaces de ilusionarnos hasta lo indecible.
Al ver tanto trabajo por delante, no nos desanimamos ni decimos: ¡No hay nada que hacer!, sino que nos enardecemos: ¡Todo está por hacer! ¡Empecemos! Bien vale la pena hacer algo por el Señor. Entre Jesucristo y nosotros, lo vamos a poder todo. El día en que entremos por aquella puerta tan soñada con un buen puñado de hermanos en cada mano, veremos que nuestra vida ha sido muy llena, al habernos salvado nosotros y haber sido con Cristo salvadores de muchos…