Nuestra grandeza moral
6. abril 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesAl leer la Biblia nos encontramos con una escena dolorosa entre Isaías y el rey Ezequías. El profeta se presenta ante el rey, tumbado en su cama donde ha caído enfermo, y le dice sin más explicaciones:
– Prepárate y arregla todas tus cosas, porque no vas a curar y morirás sin remedio.
El pobre rey, hecho un mar de lágrimas, vuelve la cara hacia la pared y se dirige a Dios entre sollozos incontenibles:
– Señor, ¿por qué he de bajar al sepulcro en la mitad de mis días? Acuérdate que yo he pasado toda mi vida en tu presencia con una gran fidelidad y corazón sincero, guardando siempre todo lo que te agrada a ti.
Isaías se aleja del palacio real dejando al enfermo con un llanto clamoroso. Aunque Dios se compadece, y manda de nuevo al profeta ante Ezequías para decirle:
– Deja de llorar. Me has conmovido, y te prometo que no vas a morir ahora, pues aún te quedan bastantes años de vida.
Esto, lo que nos cuenta la Biblia. Nosotros nos fijamos ahora solamente en la razón que da Ezequías al Señor para moverle a compasión: Mira que yo he procedido siempre con rectitud y corazón sincero.
Hoy nosotros nos podemos reír del bueno de Ezequías, porque sabemos muchas más cosas de Dios que aquellos del Antiguo Testamento. Precisamente porque estaba maduro con tanta obra buena, podía morir en cualquier momento, ya que la muerte es un verdadero premio. Pero en aquel entonces pensaban de muy diferente manera, y la razón del rey parecía contundente: ¡He sido honrado! ¡Tengo la conciencia tranquila! ¡He procedido siempre con rectitud! ¿Por qué tengo que morir yo precisamente?…
Nosotros ahora, dejando aparte otras consideraciones, nos fijamos en el orgullo legítimo de una persona que puede decir ante Dios y ante los hombres unas palabras semejantes:
* He sido una persona sincera. ¿Quién me ha pillado en una mentira alguna vez?
He procedido siempre con honradez intachable. ¿Quién me ha visto mancharme una vez siquiera las manos?
He trabajado siempre con sentido de gran responsabilidad. ¿Quién me puede decir que no he cumplido con todos mis deberes?
He actuado siempre con un gran respeto a mi propia persona y a los demás. ¿Quién me señala con el dedo y me echa en cara una indignidad en mi trato?
He mantenido equilibrado mi carácter para no molestar a nadie y hacer que todos se encuentren bien a mi lado. ¿Quién me acusa de haber sido un castigo para los que me rodean?…
La persona que hablara así, con sinceridad, porque siente que ha vivido y vive de esa manera, ¿no es digna de toda alabanza, no merece todo respeto, no tiene toda bendición de Dios? Su orgullo es de lo más legítimo, porque va acompañado además de una modestia grande. Es el sentimiento de la propia dignidad y el testimonio de una conciencia del todo tranquila.
En nuestra consideración sobre estas palabras del rey bíblico Ezequías, vemos todo un programa de formación humana y cristiana a la vez que el premio de una vida ejemplar.
Hablando sólo como hombres —tal como puede hablar un cristiano lo mismo que un pagano— la dignidad personal y el respeto a sí mismo llevan a practicar siempre el bien. Son muchos los que han tomado como lema aquellas palabras famosas: Antes la muerte que la deshonra. No toleran una mancha en su conducta. Así se lo enseñaba con un discurso aquel filósofo de la antigüedad a su rey:
– Tú, que mandas a los demás, debes mandarte a ti mismo. Piensa que es indigno del monarca esclavizarse a las pasiones y a los vicios, puesto que debe ser dueño de sus deseos antes que de sus súbditos (Isócrates a Nioclés, rey de Salamina)
Si ahora trasladamos esta formación humana al plan cristiano, dentro de la Iglesia hemos tenido también como eslogan famoso las palabras del gran Papa y Doctor de los primeros siglos, San León Magno, que nos dijo a todos: ¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! Ya no se trata simplemente de la grandeza de la persona humana, sino de la grandeza del hijo y de la hija de Dios.
Entonces, el cristiano se presenta —ante los hombres lo mismo que ante Dios— con aire de verdadera distinción. Así lo han entendido educadores eminentes. Por ejemplo, aquella fundadora de Religiosas y directora de Colegios. Cuando veía a una alumna correr con alboroto por las salas o los pasillos, la detenía, le mandaba retroceder, y le daba orden:
– Ahora, vaya caminando como una señorita (Madre Alberta Jiménez)
Esta formidable educadora exigía la misma compostura en la capilla ante Dios que en los corredores ante los demás.
Y en otro centro educativo de muchachos se practicaba una calificación especial. El que había conseguidos buenas notas en trabajo y en conducta, era inscrito en el cuadro de honor con este derecho singular: durante todo el mes siguiente gozaba de inmunidad y no se le podía ni avisar ni corregir. El respeto a sí mismo era la mejor garantía de una conducta intachable.
Tener una conciencia limpia es ya aquí un premio muy grande. La tenía Ezequías, pero temía la muerte. Nosotros, mejor que él, saludamos el último día, venga cuando venga, como el día de la gran condecoración. Habremos dejado buen nombre aquí abajo, ¡y qué nombre alcanzaremos allá arriba!…