La Iglesia evangelizadora

17. junio 2021 | Por | Categoria: Iglesia

Nuestro Obispos de América nos lanzaron un reto en su histórica reunión de Puebla, cuando nos dijeron: “La misión evangelizadora es de todo el Pueblo de Dios. El Pueblo de Dios, con todos sus miembros, instituciones y planes, existe para evangelizar” (Puebla 348)

Por lo mismo, yo que le hablo, usted que me escucha, todos, tenemos obligación de anunciar al mundo el Evangelio de Dios, a todos los que nos rodean y están a nuestro alcance. Y lo hacemos, con los medios que cada uno tiene en su mano: a mí me toca hacerlo ahora por las ondas de la radio; a usted, por algo tan sencillo como una conversación familiar, o con el trabajo en un movimiento apostólico, o quizá —usted, querido enfermo— con el murmullo de su oración.

¿Y a qué se debe reducir nuestro anuncio evangelizador, como obra de la Iglesia? Los Obispos nos señalan unas metas concretas: Jesucristo, – nuestra filiación divina, -― la unión de los hermanos, -― la renovación del mundo (Puebla 352). Se trata de meter en la conciencia de todos que por Jesucristo tenemos acceso a Dios nuestro Padre, el cual nos hace hijos suyos y hermanos, a la vez que por nosotros transforma el mundo, tal como lo exige la dignidad humana.

Hablar de Jesucristo, anunciar a Jesucristo, hacer amar a Jesucristo, meter a Jesucristo en la cabeza y en el corazón de todos —esto es lo primero que se nos pide— no resulta una obligación, sino una alegría honda, un gozo inexplicable.  
Por eso, con qué gusto aceptamos la palabra del Papa Pablo VI, cuando nos dice que nuestra evangelización “debe contener siempre una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y misericordia de Dios”.

Esto es lo principal. ¡Jesucristo! No hay otro nombre bajo el cielo con el cual nos podamos salvar, decía Pedro a la asamblea de los judíos (Hechos 4,12). Por eso, el nombre de Jesucristo no se nos cae de los labios cuando comunicamos el mensaje de la salvación. Y ahí radica el secreto de los genuinos evangelizadores.

Una compañera de nuestro grupo, era —es, y Dios nos la guarde—―muy especial cuando hablaba. En un Encuentro que dirigimos a gente un poco alejada, alguien le preguntó:
– Oiga, señorita, ¿pero cómo hace usted para hablar así de Jesucristo? ¿Por qué le sale la palabra “Jesucristo” tantas veces, que no dice cuatro palabras sin que una de ellas tenga que ser la misma, Jesucristo siempre?
Y la amiga, con la soltura y desparpajo de siempre, le suelta:
– ¿Quiere que no me salga tanto la misma palabra: Jesucristo? Muy sencillo: tome una pistola, y pégueme un tiro en el corazón.
– ¡Ufffff!….
– Sí, porque lo dijo el mismo Jesucristo: “De la abundancia de la boca es de lo que habla el corazón”. Y como Jesucristo está tan metido, tan metido dentro, ¡ni modo!… (Mateo 12,34)
 
¿Y qué nos habrá enseñado Jesucristo a todos, cuando lo hayamos dado a conocer? Esto, lo que nosotros sabemos muy bien: que Dios es nuestro Padre, que nos ama. Y porque nos ama tanto, el que un día nos dio su Hijo hecho hombre en el seno de María, ahora ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, para hacernos sentir que somos hijos de Dios.

Con ello, ¡hay que ver la esperanza que daremos al mundo! Nadie podrá desesperar cuando se sienta hijo o hija de Dios. Con la convicción de que son hijos de Dios, todos experimentarán esa alegría a que tienen derecho, y de la que nos dio testimonio preclaro la joven Doctora de la Iglesia, Teresa de Lisieux. La encuentra una hermana del convento manejando la aguja, y, mientas cose, tiene el rostro encendido: -¿Qué le pasa, Sor Teresa?
Y ella: -¡Oh! Nada… No puedo con mi felicidad. ¡Es una dicha tan grande saber que Dios es mi Padre!…

Y, claro está, si Dios es nuestro Padre, por fuerza nos sentiremos todos hermanos. Y, si todos hermanos, ¿habrá lugar para el odio en el corazón? ¡Imposible! Si todos hermanos, ¿habrá un necesitado a nuestro lado, que no experimente el calor de nuestro corazón y la ayuda de nuestras manos? ¡Imposible!

La caridad, mandamiento primero de Jesucristo, será la norma de todo nuestro proceder. Y si el mundo ve cómo nos amamos —y con el amor fraterno testimoniamos que nuestro amor a Jesucristo es sincero—, el mundo alejado de Jesucristo se verá interrogado: -¿Qué tienen estos católicos para ser así?… Y el mundo entonces se irá transformando poco a poco, lentamente, pero con eficacia, con el fermento del Evangelio, y en el mundo habrá frutos de justicia, de perdón, de respeto, de dignidad, de paz…

Esto que nos dicen nuestros Obispos en Puebla nosotros lo tomamos casi como una tarea de placentera diversión, por más que eso de “diversión” hay que entenderlo a la manera divina, es decir, con la convicción de que  evangelizar nos impone sacrificios, a veces muy exigentes.
Porque empieza por imponernos una vida de testimonio.
Porque evangelizamos sobre aquello que llevamos dentro y lo vivimos con convicción.
Porque nos hace ser espejos de nuestra Iglesia, la Esposa de Cristo sin mancha ni arruga.

Esas son las exigencias. Pero los premios, las recompensas, lo que nos guarda Jesucristo por haberlo evangelizado así…, eso…, eso… ya lo veremos un día, porque ahora ni lo podemos imaginar…

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