Sensibles, si queremos hacer algo

18. mayo 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Todos tenemos muy vivo en la imaginación el hundimiento del Titanic. Hemos oído muchas narraciones, se nos han contado muchas anécdotas de aquel acontecimiento y el cine nos ha servido películas estupendas que nos ha emocionado. ¡Qué triste, verdad, el hundimiento de aquel barco, gigante de los mares!…

Ciertamente, todos lamentaron la tragedia. Pero, nada más consumada, se levantaron también en todo el mundo alabanzas y gritos de júbilo. ¿Por qué? Pues, porque aquella noche se desarrollaron en el mar escenas sublimes de heroísmo.

El mundo se sintió orgulloso de tanto valor, de tanta generosidad, de tanta fe como demostraron la mayoría de los pasajeros. Sobre todo —y es lo que más nos interesa ahora—, tantos hombres ricos, tantos hombres de la nobleza inglesa, tantos trabajadores del barco, sacrificaron sus vidas a trueque de que se salvaran los más débiles: las mujeres y los niños. Para ellos fueron las primeras lanchas salvavidas. Después…, cada uno hizo lo que pudo para sí mismo. Pero lo primero que se atendió por todos fue el prestar ayuda a los que más la necesitaban.

En este hecho tenemos la imagen de lo que a todos nosotros nos reclama la sociedad en nuestros días.
En un mundo del que decimos que va a la deriva por tantos males como le aquejan, todos queremos salvar a quienes están en mayor peligro, porque no se pueden valer a sí mismos. Todos decimos estar dispuestos a hacer algo por los más necesitados. ¿Lo vamos a hacer, o no lo vamos a hacer? ¿Vamos a ser valientes y generosos como los náufragos del Titanic? ¿Se sentirá orgulloso de nosotros el mundo, porque habremos respondido a tantos que nos gritan en su desesperación?…

Al hablar ahora de los más necesitados, se nos presenta una lista interminable entre pobres, enfermos, encarcelados, analfabetos, drogadictos, los sin techo, sin trabajo, sin una compañía, sin un amor… Todos ellos, ¿tienen remedio en su mal, cuando ven que todo se hunde a su alrededor?…

Y viene entonces la pregunta consabida: ¿qué podemos hacer nosotros ante tanto mal? Nos atrevemos con algo; pero, ¿con todo?… La Madre Teresa nos dio su célebre norma con su formidable comparación:

– Lo que yo hago no es más que echar una gota de agua en el mar; pero, sin esa gota, el mar tendría una gota menos.

Conforme a esta norma, tan sensata como divina, vemos que cada uno hace lo que puede. Las Naciones Unidas, a nivel mundial, están capacitadas para hacer mucho. Los Gobiernos tienen la obligación de servir y socorrer a todos los ciudadanos, pero sobre todo a los más débiles de la nación. Nosotros, nos las ingeniamos para mitigar el dolor de todos los que sufren y nos necesitan. Por eso, formamos en Asociaciones de Caridad, en Organizaciones no Gubernamentales, en el Voluntariado, en lo que sea… El caso es buscar lanchas salvavidas para quienes las necesitan, aunque nosotros nos hayamos de privar voluntariamente de tantas cosas que nos gustarían, pero que sabemos sacrificar generosamente.
Ante el mundo de los pobres, lo primero y más urgente es educarnos en la sensibilidad. Si no nos duele lo que sufren los demás, no haremos nada por ellos. Si nos duele, haremos mucho.

Se me ocurre ahora el ejemplo bello de un niño de alta sociedad. No tiene más que siete años, y lo llevan a la escuela en elegante carroza. Va metido en ella, cuando se oyen en el camino unos quejidos lastimeros. El niño manda a su preceptor detener la carroza, se dirige a quien está llorando, y se encuentra con un muchacho mendigo tirado en tierra. Atropellado por una carreta que le ha estropeado el pie, ha quedado tendido en el suelo sin que nadie le cure las heridas. El niño, enfermero precoz, le cura como puede, le venda con un pañuelo, manda montarlo en la carroza, y ordena al cochero regresar a casa. La mamá se queda pasmada, cuando le oye decir al niño:
– Mamá, te lo traigo para que lo cures. De casa no sale hasta que esté curado por completo.
La mamá, rica y elegante, que ha enseñado al niño a amar a los pobres, se siente orgullosa de aquel hijito llamado Joaquín Pecci, y que después pasará a la Historia con un nombre inmortal: León XIII, el Papa de la cuestión social, el Papa de los obreros, el Papa que asombró al mundo con su doctrina sobre los más necesitados…

Nos preguntamos ahora sin más: ¿hubiéramos tenido aquel Papa de los Obreros, sin el niño educado en la sensibilidad para con los que sufren?… Ya se ve que no. Lo primero que tenemos que hacer para salvar a los hermanos que padecen pobreza, enfermedad o soledad del corazón, es educarnos a nosotros mismos en esos sentimientos de compasión, de los que estuvo lleno el Corazón de Cristo.

Cuando tenemos sentimientos delicados, ¡qué pocas normas necesitamos para actuar después en consecuencia! Se nos abrirán las manos. Sabremos vaciar el bolso y la billetera. Y los hermanos que sufren y nos rodean hallarán en nosotros un amigo o una amiga, un padre o una madre, un corazón que los habrá querido de veras…

Como los obreros del mundo entero con el Papa León XIII, al que volvemos otra vez la mirada. Dicen los que han visto su sepulcro en la Basílica de Letrán que impresiona aquella escultura magnífica. Un obrero de rodillas, levanta los brazos y está diciendo ante la imagen del Papa: De todas las partes del mundo vienen los hijos a venerar a su padre.
¡Padre!, le llamaron los obreros a León XIII.
¡Padre, madre, amigo, amiga!…, nos llamarán muchos a nosotros.
Bastará que les hayamos prestado el puesto en la lancha salvavidas; que hayamos oído sus gemidos mientras están tendidos en el camino; que les hayamos abierto con cariño el corazón y las manos…, aunque todo no haya sido más que la gotita de agua de que disponemos…

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