13°. Domingo Ordinario (B)
28. junio 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Charla DominicalDos milagros distintos nos narra el Evangelio de este Domingo en una descripción deliciosa de Marcos. Pero, en razón de la brevedad, nos fijaremos sólo en uno, ya que el otro lo escucharemos también en la celebración de la Iglesia.
Vamos al caso. Jesús acaba de desembarcar, y en la orilla del lago le espera una verdadera multitud. Se le acerca, todo angustiado, uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y echado a sus pies le ruega con gruesas lágrimas en los ojos:
– ¡Señor, ya veo que estás muy ocupado con tanta gente! Pero, corre a mi casa, pues mi hijita se halla en las últimas. Ven a imponerle las manos para que se cure y no muera.
– ¡Bien, hombre! No te apures. Vamos para allá.
Les siguen muchos y, mientras van camino de la casa, se le presenta al hombre una comisión:
– No le molestes al Maestro, pues ya no hay nada que hacer. Tu hija ha muerto. ¿Qué quieres que haga ya con ella?
Rompe el padre a llorar, y Jesús, que ha oído el encargo, le anima:
– No les hagas caso. Tú no pierdas la fe.
Y Jesús ordena entonces que no les siga nadie sino Pedro, Santiago y Juan. Llegan a la casa y se encuentran con el espectáculo acostumbrado: los familiares que lloran doloridos, y las plañideras de oficio lanzando lamentos desgarradores. Jesús logra imponer algo de silencio, y les dice a todos:
– ¿A qué viene tanto ruido y tantos lloros? La niña no está muerta sino dormida.
Todos se echan a reír y a burlarse del Profeta de Nazaret. -¡Dormida, sí! ¡Ya la despertarás tú!…
Pero Jesús, sin hacer caso alguno de las sonrisas incrédulas,, ordena severo:
– ¡Fuera todos! Que aquí dentro no quede nadie sino solamente los papás y estos mis tres discípulos.
Ya solos estos cinco, Jesús se acerca al lecho donde yace muerta la niña angelical. Le toma la mano, y le manda con cariño:
– Talita. Kumí.
El Evangelio ha querido conservar las palabras textuales de Jesús, en una lengua hoy desaparecida. Pero nos da la traducción exacta:
– Niña, contigo hablo, ¡levántate!
La muchachita encantadora, de doce años, abre los ojos, sonríe, se levanta y comienza a caminar.
Gritos de alegría incontenibles de los papás, admiración de los discípulos, y Jesús que ordena amoroso:
– Denle de comer a la niña, denle de comer…
Y a los cinco les manda con insistencia la cosa más inútil:
– ¡Por favor, que no lo sepa nadie! ¡No se lo digan a ninguno!
¿Qué quiere decirnos este Evangelio precioso? Jesús realiza una de esas acciones que son “signo”, es decir, que hacen ver una realidad interior y profunda, en este caso, que Él es el dueño de la vida y de la muerte, y que no quiere la muerte sino la vida.
Y a la muerte le advierte que ya está de vencida.
Que viene a destruirla.
Que no será la muerte quien dure para siempre, sino que será una vida inmortal, la que Él nos dará a todos, cuando a todos nos saque del sepulcro para no volver nunca más a él.
¡Cuánto que nos puede ayudar una consideración como ésta!
Hoy se nos repite mucho que no debemos tener miedo a la muerte, porque es un fenómeno natural al que nos debemos someter necesariamente, y, en consecuencia, también con serenidad. Por lo mismo, hay que ser valientes y tenemos que aceptarla como algo imprescindible.
Esta filosofía moderna estará muy bien, si queremos. Pero la realidad es muy distinta. Nuestros sentimientos se rebelan ante la muerte, porque estamos apegados a la vida, y lo que nos interesa no es morir, sino todo lo contrario: tener una vida que no podamos perder.
Entonces la fe, sólo la fe, nos hace mantener la serenidad ante un hecho que quisiéramos no se presentase nunca. Y esta serenidad la da únicamente la certeza de la vida que Dios nos tiene prometida para después de este paso ingrato y desagradable. La muerte es para nosotros, creyentes, un abrirse la puerta de la gloria, de la felicidad misma de Dios.
¿Cuál es la garantía más grande que tenemos de esta fe y esta esperanza? Es la Resurrección de Jesucristo. Y lo son también estos milagros que Él hizo para enseñarnos que la vida triunfará sobre la muerte.
Este Evangelio, al contarnos la recomendación que Jesús hace de darle de comer a la niña, nos lleva sin más a la consideración de la Eucaristía.
Si estamos vivos y queremos una vida inmortal, ¿por qué no comer el Pan de la Vida, el Cuerpo de Cristo, que nos asegura la resurrección gloriosa? La palabra de Jesús no puede fallar y se cumplirá inexorablemente: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.
Nadie que comulga puede morir para siempre.
¡Señor Jesucristo!
¡Qué caballero que fuiste en la resurrección de la niña! ¡Qué ternura la tuya!
¡Y qué esperanza que nos das a todos! Morir en ti no es morir, sino tener vida eterna.